Hubo una época en que la Ciencia, que en sí misma no es otra
cosa que un hacer especializado, se convirtió, por abstracción, esto es, despojada
de sus objetos de estudio particulares, en sinónimo de lo universal y
eternamente válido, mientras los directa o indirectamente involucrados en ella,
automáticamente merecedores del más alto aprecio social, llegando a ser consideradas
sus opiniones, aun las ajenas a su campo específico de trabajo, referencias
incontrovertibles.
Curioso comportamiento para un Siglo que se ufanaba de no
seguir más la “sabiduría” tradicional, como la de los Padres –y sus numerosos
hijos- de la Iglesia y otros pensadores “ingenuos”, relegándola a simple
metafísica, esto es, más allá del Mundo material y mensurable, el nuevo y
legítimo dominio del Saber.
No me refiero al Positivismo decimonónico, el “espejo de la
producción” (Baudrillard) en masa, mecanizada, sino al periodo anterior, el
llamado “de las Luces”, cuando la Razón se convirtió en la herramienta (tool) –diríamos
ahora- o juguete preferido entre la aristocracia culta, más uno que otro
advenedizo, que nunca faltan. Fue el momento de gloria de la Ciencia
experimental en el que aparentemente todo saber era posible con sólo tener la
VOLUNTAD de adquirirlo.
Pero esta afición pasó de moda y todo quedó en materia
libresca. (Todavía a mediados del siglo pasado, era común encontrar entre los
souvenirs escolares de quienes habían asistido a la Universidad, gruesos
tratados de Ciencias: Física, Química, Biología, etc., repletos de
ilustraciones de instrumental y experimentos, testimonios de esa concepción
voluntarista por la cual todo estudiante aplicado podía visualizarse como un futuro
CIENTÍFICO. Ahora, esos mismos libros serían tomados como catálogos de
parafernalia steampunk.)
Hasta aquí, todo marchaba “normalmente”, por así decirlo,
con la Tecnología y la investigación científica que la alimentaba,
desarrollándose a la par del Capitalismo, dejando atrás los románticos días del
científico independiente, dedicado a sus propias búsquedas y experimentos, en
perpetuo descubrimiento –o invención- del Mundo.
Una imagen seductora que continúa inflamando la imaginación de
niñas y niños dotados, quienes eventualmente dan con el camino –o que parece
serlo- hacia conseguirla para sí mismos... Sí, acertaron: ¡los libros de
Ciencias! –o sus equivalentes contemporáneos, como documentales para la
televisión o tutoriales en línea-. Lo que no está nada mal, a menos que…
quieran obligar a todos, niños y adultos, a jugar su mismo juego y con los
mismos juguetes, en la actitud típica del DIVULGADOR DE (LA) CIENCIA, que en
realidad no es un científico propiamente dicho, sino alguien que alguna vez se
emocionó con algo que supo y desde entonces quiso repetir la experiencia.
Su conocimiento es, estrictamente hablando, de juguete, pues
en realidad desconoce el proceso dialéctico y a menudo dramático de producción
de la Ciencia. Su función resulta por ello más de entretenimiento que informativa,
al grado de que la SOGEM –Sociedad General de Escritores de México- lanzó hace
poco un curso para formar “periodistas científicos” profesionales.
Cada quien sus aficiones, pero lo que no puede admitirse es
que se erijan en árbitros de lo que es o no "científico" (¿?), menospreciando o
descalificando todo intento de explorar otros campos de la realidad objetiva y
subjetiva, sólo porque no encaja en lo que para ellos es CIENCIA.
(Acabo de recordar, entre mis anécdotas divertidas, la de un entretenido debate de los que acostumbrábamos armar, primero, en el Conservatorio y, éste en particular, en el Departamento de Música de la Universidad local –UAP, sin “B”-, en que un amigo, Alejandro, mi “oponente” en ese momento, argumentó: “Está científicamente comprobado que…” A lo que respondí: “Yo soy científico: dime cómo lo comprobaron”. Siempre fuimos conscientes de que los temas en sí no eran tan relevantes como el PLACER de explorar otros caminos del pensamiento…)