Así como una jornada bien empleada produce un dulce sueño,
así una vida bien usada causa una dulce muerte.
Leonardo Da Vinci
La vida y la muerte son un símbolo que ha causado admiración y temor al ser humano a través de toda la historia, es por ello que en diversas culturas se han generado creencias en torno a la muerte que han logrado desarrollar toda una serie de ritos y tradiciones ya sea para venerarla, honrarla e incluso para burlarse de ella. La idea de Inmortalidad y la creencia en el Más allá aparecen de una forma u otra en prácticamente todas las sociedades y momentos históricos.
La muerte se puede definir “como un evento obtenido como resultado de la incapacidad orgánica de sostener la homeostasis” y desde el punto de vista médico “es el cese global de funciones sistémicas en especial de las funciones bioeléctricas cerebrales, y por ende de las neuronales”.
El Día de Muertos es considerado la tradición más representativa de la cultura mexicana, llevándola a cabo en dos días: el 1 de noviembre es dedicado al alma de los niños y el 2 de noviembre a la de los adultos. Y no es casual que coincida con las celebraciones católicas del Día de los Fieles Difuntos y del Día de Todos los Santos, así como de la celebración secular celta del Samhain, la cual recordaba el final de la temporada de cosechas y era considerada como el Año nuevo, originándose de ello el Hallowen o víspera de todos los Santos
La Unesco en el año 2003, declaró esta festividad mexicana, “Día de Muertos”, como Patrimonio Cultural Inmaterial de la Humanidad. Los orígenes prehispánicos de la celebración del Día de Muertos en México, de acuerdo a registros, se remonta por lo menos a unos tres mil años. El festejo se realizaba en el noveno mes del calendario solar mexica, cerca del inicio de agosto, y duraba un mes completo, siendo presidida por la diosa Mictecacíhuatl, conocida como la "Dama de la Muerte", esposa de Mictlantecuhtli, “Señor de la Tierra de los Muertos”. Las festividades eran dedicadas a la celebración de los niños y parientes fallecidos.
Entre los antiguos mexicanos se creía que la vida de todo hombre estaba constituida por tres fluidos vitales: el Tonalli localizado en la cabeza; el Ihiyotl, asentado en el hígado; y el Teyolía, cuyo centro era el corazón. Cuando la muerte acontecía, estos tres elementos se separaban. Entonces, el Teyolía o alma, tenía la posibilidad de ir a dos regiones: atendiendo a la forma en que se había muerto o al grupo social de pertenencia.
Los mexicas suponían que había tres lugares a donde se dirigían los difuntos según el tipo de muerte y no por la conducta llevada en esta vida. Al Tlalocan o paraíso de Tláloc, dios de la lluvia, se dirigían aquellos que morían en circunstancias relacionadas con el agua; así como también los niños sacrificados al dios. Al Omeyocan, paraíso del Sol, presidido por Huitzilopochtli, el dios de la guerra, a este lugar llegaban sólo los muertos en combate, los cautivos que se sacrificaban y las mujeres que morían en el parto y por último el Mictlán, estaba destinado a quienes morían de muerte natural. Así mismo los niños muertos tenían un lugar especial, llamado Chichihuacuauhco, donde se encontraba un árbol de cuyas ramas goteaba leche, para que se alimentaran.
La muerte para los mexicas era parte del cosmos sin cargas morales. Simplemente era. Su representación estaba obligada en cualquier acto trascendente de la vida individual y social, no sólo durante las ceremonias a los dioses o en los deberes para con los difuntos. Los entierros prehispánicos eran acompañados de ofrendas que contenían dos tipos de objetos: los que, en vida, habían sido utilizados por el muerto, y los que podría necesitar en su tránsito al inframundo.
Es por ello que nuestra tradición, nos hace reflexionar que el fin de toda vida es la muerte, reina suprema que fue, es y será, la cual nos precedió, nos acompaña y seguirá aquí cuando desaparezcamos. Y nos hace recordar, también en estas fechas, las palabras del escritor Carlos Fuentes: “La muerte espera al más valiente, al más rico, al más bello. Pero los iguala al más cobarde, al más pobre, al más feo, no en el simple hecho de morir, ni siquiera en la conciencia de la muerte, sino en la ignorancia de la muerte. Sabemos que un día vendrá, pero nunca sabemos lo que es. La esperamos con grados diferentes de aceptación, de furia, de tristeza, de cuestionamiento, de arrepentimiento”.
Y agrega: “Qué injusta, qué maldita, qué cabrona la muerte que no nos mata a nosotros sino a los que amamos”, ésta es la muerte que nos alcanzará a todos, usted qué opina estimado lector.
Jorge Rodríguez y Morgado (jarymorgado@yahoo.com.mx) es catedrático universitario, conduce: ConoSERbien en Sabersinfin.com
Publicado originalmente en Saber Sin fin 16 de noviembre de 2013