jueves, 26 de octubre de 2017
Sincretismo De Tradiciones Conmemorativas De Los Difuntos
Lo indígena
La fiesta de muertos es la más importante de Mesoamérica y tiene una raíz fundamentalmente prehispánica: el culto a los muertos era en sí mismo una celebración de la vida, la semilla que nutre a los descendientes.
Hace 3 mil años los habitantes de Mesoamérica ya rendían culto a los difuntos, dos veces al año en julio y agosto. Los españoles, horrorizados por la exhibición de cráneos del Tzompantli y las celebraciones a la muerte, forzaron a los indígenas a cambiar sus tradiciones.
Las connotaciones morales de la religión católica para castigar o premiar con el infierno o el paraíso, son ajenas a los mexicanos, quienes creían que los rumbos destinados a las almas estaban determinados por el tipo de muerte que habían tenido, no por su comportamiento en la vida.
La cosmogonía indígena tenía varios destinos para los difuntos:
ofrendaAl Tlalocan llegaban los ahogados o muertos por un rayo, eran enterrados como las semillas, para germinar.
Al Omeyocan o paraíso del sol, donde reinaba Huitzilopochtli, llegaban sólo los muertos en combate y las mujeres que morían en el parto. Lugar de gozo permanente, había música, cantos y bailes. Los muertos después de cuatro años volvían al mundo convertidos en aves de plumas multicolores y acompañaban al sol en su diario nacimiento.
El Mictlan era el sitio de quienes trascendían por muerte natural, el lugar era habitado por Mictlantecuhtli y Mictacacíhuatl, el señor y la señora de la muerte. El camino para llegar al Mictlan era muy tortuoso, por eso al difunto se le enterraba con un perro para ayudarlo a cruzan un río y cuatro flechas -o teas para iluminar el camino-, atadas con hilo de algodón.
Los niños tenían un lugar especial llamado Chichihuacuauhco, donde se encontraba un árbol que goteaba leche para que se alimentaran, mientras podían renacer a la vida.
Sincretismo
Con la llegada de los españoles, el festejo de los muertos se traslada a los días 1 y 2 de noviembre conforme a las costumbres católicas que solían realizar donativos, oraciones y responsorios por las almas de los fieles difuntos.
El sincretismo entre lo española e indígena en adoración a los muertos se convirtió en panes: hojaldras con huesos de muerto, otros –los rosquetes- que semejan los cráneos de los difuntos, o los muertitos, panes en forma de cuerpo tendido, con los brazos entrecruzados y pintados de rojo para recordar la sangre, así como pan blanco, a los que llaman cachetonas.
En Tochimilco se originó la costumbre de montar los altares. Actualmente se observa una versión más indígena, posiblemente debido a su baja concentración de habitantes, hoy en día suman poco más de 3 mil; mientras que Huaquechula tendió a la sofisticación, posiblemente impulsada por ser más populoso, actualmente tiene 26 mil habitantes.
Una estructura de madera da cuerpo al altar que llena la habitación de piso a techo, y puede tener tres, cuatro o cinco metros de altura. En Tochimilco lo visten con papel; en Huaquechula hacen caprichosos pliegues que semejan nubes y dobleces de tela satín, que visten a los féretros. Los colores son tonos pastel, o preferentemente blanco.
Los altares se edifican en tres niveles, con una base en forma de pirámide, de acuerdo a los criterios indígenas, y con algunas columnas como iglesia católica.
El primer nivel representa el mundo terrenal, ahí se colocan las viandas y las bebidas como cerveza, tequila, pulque, chocolate, con las que se recibe al difunto, quien toma la esencia, el olor y el sabor de los dulces, el mole, los panes. Para recordar lo agradable de la vida se colocan “alfeñiques”, figuras elaboradas con azúcar, canastillas de flores y borregos o patos. Es el punto de partida del hombre, también ahí están las velas que alumbran el camino al cielo, recordando la tradición mesoamericana.
Un elemento distintivo de estos altares es la fotografía del difunto reflejada por un espejo, representación simbólica de la eternidad y de aquellos que “fueron pero ya no son”. Las flores en torno a las columnas son muestra de las buenas obras cotidianas que sólo quedan en el recuerdo. Unos “lloroncitos”, que representan a los deudos sufrientes y cuyo origen también es prehispánico. También dos columnas que representan a la madre y al padre, que acompañan a cada uno de sus hijos hasta la muerte.
El segundo nivel representa la vinculación entre la tierra y el cielo. Ahí se colocan imágenes de santos, los rostros de angelitos sonrientes impresos en papel. A veces suele colocarse un libro que representa la Biblia o las normas morales, cuyo cumplimiento permiten al hombre ganar su estrella, o un cáliz con una hostia, muestra también de la perfección.
El tercer nivel simboliza la comunión con Dios.
Hay altares que llegan a tener 7 niveles. Esta es una según la concepción del mundo que los judíos tenían a finales del siglo II a.C., pensaban que existían siete niveles para llegar a la comunión con la divinidad.
Mireya Ramírez Martínez periodista y conductora del programa Mira! en sabersinfin.com
Publicado originalmente en Saber Sin fin 10 de noviembre de 2014