viernes, 2 de febrero de 2018

Falso monólogo inconcluso del filósofo Máximo Manso, en la mañana de su derrota


Leyendo a Benito Pérez Galdós en una edición española del 1882, Madrid, Administración de La Guirnalda y Episodios Nacionales (comprada a un precio ínfimo en la Plazuela de Los Sapos), he hallado una página manuscrita—tinta verde de estilográfica—en los interiores, exactamente entre los folios 72 y 73, coincidentes con el capítulo 16 titulado “¿Qué leía usted anoche?”. La página de marras transcrita es lo que sigue:


“La superioridad del mundo de la realidad sobre la imaginación torna imposible que tomemos posesión de la realidad. La vida social está regida por el dinero, no por la ética, sea esta laica o religiosa. El cinismo, la impunidad, el engaño, la ambición, la oquedad intelectual rebosante de lugares comunes constituyen el escenario de la vida de la sociedad, el tablado en el que actuamos. Ya lo escribió Quevedo: “…que es comedia nuestra vida | y gran teatro de farsa el mundo, | que muda el aparato por instantes | y que todos, en él, somos farsantes…” ¿Hoy es posible la “vida contemplativa”? Me lo pregunto a mí mismo porque el rudo materialismo ha corrompido la vida, dentro y fuera del claustro. Sólo recordemos a los sacerdotes y monjas venales, “simonistas” que conocemos (la “Simonía” es la acción o intención de negociar con cosas espirituales, como los sacramentos o los cargos eclesiásticos y toma su feo nombre de un personaje llamado “Simón el mago” que intentó corromper al apóstol san Pedro, “comprándole” el poder del Espíritu Santo).  Pregunto por la posibilidad de la contemplación porque el culto a la “vida activa”, al hombre de acción, al emprendedor, ha “des-encantado” al mundo. Y, “contrario sensu”,  la contemplación es el desapego, el apartamiento del mundo de las realidades del “status quo”, el silencio mental, la meditación profunda sobre nuestros actos y el examen de nuestro camino. Que somos “carne mortal”; que somos una “nada pensante”;  que sólo existe la vida cotidiana;  y que nuestra “sed de absoluto”—en caso de existir, lo cual sería realmente extravagante—ha sido confinada al bote de basura de los arcaísmos,  junto al “aprendizaje de la vida en la vida”, a la sabiduría del devenir del uno en el lecho del rio del tiempo.  Ahora sólo somos el número de papeleta para votar diputados.  Por esto la “eficiencia y utilidad de la educación” es—ahora—sólo una vana pretensión:   las cosas humanas  son tan frívolas e intrascendentes como parecen. No es posible mejorar a las personas educándolas porque las personas no quieren educarse: quieren dinero y los placeres de la ebriedad y el sexo comercial. Y no importa que el novelista que me ha creado, el mismo que en el próximo año de Nuestro Señor de 1897, discurra ante la venerable asamblea de la Real Academia afirmando que “Imagen de la vida es la novela, y que el arte de componerla estriba en reproducir los caracteres humanos, las pasiones, las debilidades, lo grande y lo pequeño, las almas y las fisonomías, todo lo espiritual y lo físico que nos constituye y nos rodea, y el lenguaje, que es la marca de raza, y las viviendas, que son el signo de familia, y la vestidura, que diseña los últimos trazos externos de la personalidad: todo esto sin olvidar que debe existir perfecto fiel de balanza entre la exactitud y la belleza de la reproducción.” No importa, decía yo, que dentro de quince años lo vaya a decir don Benito porque lo “verdaderamente cierto” es que ahora sólo es dable al escritor y al lector reproducir el horror y no lo excelso porque este ha dejado de existir…”

Hasta aquí la nota caligrafiada en verde.

Amigo lector, hoy es el día de Santa Inés, la virgen mártir que fue encerrada en un prostíbulo por el emperador Diocleciano y cuya vida narra, de manera admirable, el cardenal Nicholas Wiseman, en la novela “Fabiola o la iglesia de las catacumbas”.