En octubre 12 de 1492, Cristóbal Colón llegó a América, con lo que se inicia el contacto con Europa, o como se conoce ahora el “encuentro de dos mundos”.
A partir de esa fecha, se establece relación con el viejo continente no obstante la separación territorial y cultural.
Mi intención no es precisamente hablar del descubrimiento de América y lo que implica, es solamente un hecho de este encuentro de dos mundos a lo que haré referencia. El suceso inicia 390 años después de la llegada de Colón a América, en octubre de 1882, llega a Chipíloc, ahora Chipilo, un grupo de inmigrantes italianos, en su mayoría campesinos de la localidad de Segusino, al norte de Italia, bajo el amparo de la ley de colonización promulgada en 1875 y que facultaba al gobierno mexicano establecer contactos con personas o compañías expertas en emigración, para que, mediante remuneración económica, trajeran a México, pobladores para trabajar la tierra.
Presos del engaño de encontrar un país con tierra fértil en la que podrían instalarse y dedicarse a la agricultura, un numeroso grupo de agricultores italianos, (algunos relatos hacen referencia a alrededor de 300) se lanza a la aventura y llega a una tierra infértil, tierra árida perteneciente a la ex hacienda de Chipíloc, en el estado de Puebla. El arduo trabajo de aquellos “hombres grandes”, como los llamaron los lugareños, hizo de la tierra, la mejor de la zona.
Para los recién llegados la tarea no fue fácil, pasaron largos años de labor comunitaria para lograr que las 1,069 hectáreas de tierra que habían recibido se convirtieran en su nuevo hogar. “…Las primeras casas que fueron habilitadas por los albañiles y carpinteros, fueron las que se encontraban enfrente del casco de la hacienda y del lado oriente, que en los buenos tiempos habían servido para viviendas de los caporales, para bodegas, cobertizos y caballerizas. Se continuó después, con las casas que forman las primeras manzanas alrededor del cerro, con las que están enfrente del zócalo y del lado norte de la iglesia. Para ésta se reservó intencionalmente un solar situado del lado poniente del casco, y que con toda probabilidad había servido para corral y asoleadero de los caballos, al igual que el espacio reservado para el zócalo o plaza central, en donde cincuenta años después se construiría la Casa d´Italia.” (Zago, Agustín, “Los Cuah´tatarame de Chipíloc”).
De esta forma, el pueblo fue creciendo hasta lograr albergar a cada una de las familias que habían llegado a la localidad. El trabajo comunitario logró construir las suficientes casas para las familias inmigrantes y no sólo eso, la unión de los recién llegados permitió que la comunidad mantuviera por muchos años sus tradiciones, costumbres y lenguaje.
Llegar a Chipilo, hace unos 40 años, era una de las cosas que más me regocijaba. Encontrar a la nona María frente a su estufa en la que hervía varios litros de leche para después añadir café, y que más tarde degustaríamos en una gran taza acompañada de un enorme pan, era una de las cosas que disfrutaba en cada viaje. El tío Carlos debió odiar nuestra llegada aquellos domingos, pues era un ir y venir sobre la alfalfa que estaba por cortar y la cual después de nuestro juego a las escondidillas quedaba trozada.
Vivir las costumbres de Chipilo es parte de este encuentro de dos mundos. Los huevos de pascua, que pintados de colores diversos eran el juego más grato cuando el tío Francisco colocaba la teja para dejar caer el huevo sobre ella y lograr tocar el que estaba enfrente. Las bochas, el juego de los adultos, una especie de enormes canicas de madera, que deben tirarse sobre el camino para lograr acercarse a la más pequeña. El juego, que se hace en dos bandos, logra reunir a los hombres todos los domingos, después de misa.
El canto matutino el día primero de enero en busca de dulces o frutas es otra de las tradiciones de los ahora llamados chipileños. Y qué decir de la comida, la sopa de tripas, ensalada de radici (diente de león), la polenta, la sopa de frijoles, los buñuelos, suji (suyi) en fin todos aquellos platillos que mi madre, al casarse con un chipileño, debió aprender a preparar y enseñar a sus hijos a comer.
Este encuentro de dos mundos, permitió a propios y extraños unificar criterios para lograr una sana convivencia. Los niños de los poblados cercanos, han aprendido el dialecto para poder hacerse de un dulce el día primero del año y los niños de Chipilo debieron hablar el español para lograr integrarse a la sociedad mexicana.
Las costumbres en Chipilo siguen arraigadas pese a encontrarse ahora prácticamente rodeado por las nuevas colonias poblanas. Su dialecto, ya con gran influencia del español, se resiste a desaparecer, y sus pobladores aun mantienen ese amor por el trabajo comunitario.
Debo agradecer a este encuentro de dos mundos la dicha de tener como padre a Adolfo Specia Mioni, hombre de trabajo e inigualable valor humano, nacido en Chipilo hace 80 años.
Isabel Specia Cabrera es periodista, académica y escritora mexicana radicada en el Distrito Federal.