sábado, 14 de octubre de 2017

22 De Noviembre De 1963: El Día En Que El Mundo Perdió La Inocencia



La mañana de ese día, Texas –aquel estado que los medios y los políticos proclamaban como el que contaba con menos popularidad para con Kennedy- amaneció eufórico: el presidente más querido en la historia de los Estados Unidos (tal vez sólo comparado con Lincoln o Washington por su sentido patriótico) llegaría.


El ambiente era espectacular como suelen relatar quienes estuvieron aquel trágico día; se sentía amor fraternal en las calles, el patriotismo afloraba en cada corazón y mente de cada uno de los presentes y de cada estadounidense que vería el evento por la televisión. Sin duda cada que el presidente realizaba una gira o daba un discurso, era un evento digno de verse, no tanto por su contenido, sino por el significado que tenía.

Así pues, con un emotivo recibimiento en el aeropuerto, subió a su carro descapotado (como cualquier otro mandatario o persona) y se procedió a una caravana. Todo sin problemas, adecuado al protocolo y sin ninguna perturbación que hubiera hecho diferente el suceso a otros similares.

A las 12:30, JFK moría asesinado por un disparo en la cabeza (uno de múltiples que recibió). Todo esto grabado y transmitido por televisión nacional e internacional.

El 22 de noviembre de 1963 el mundo perdía la inocencia.

Sin duda fue un shock no sólo para los presentes en el macabro evento, sino para la comunidad internacional y los compatriotas americanos. El presidente más poderoso, del país más poderoso, de los más jóvenes en estar en el escritorio de la Oficina Oval; el más querido sin duda por sus políticas tanto de derechos como internacionales, aquél que llevó al nacionalismo estadounidense a la mesa de todos y cada uno de los ciudadanos; el primer presidente católico, aquel que cuando vino a México se hincó frente a la virgen de Guadalupe. Aquella figura que encarnaba toda la cultura y la idiosincrasia de la época, aquella figura que reflejaba todas las ilusiones y esperanzas de un pueblo, era asesinada públicamente.

La gente que se reunía en el televisor ese día, tan sólo para ver la caravana y el acto público que realizaría Kennedy, sufriría el más fuerte golpe que se le puede dar a alguien: su héroe moría ante sus ojos, sin poder salvarlo; todas las lágrimas derramadas no las enjugaría, todos esos gritos no los escucharía y todas esos golpes al televisor no los sentiría(n) el (los) que perpetuó (perpetuaron) el crimen.

El pueblo sin esperanzas salió a la calle, ahora temerosos de lo que les podría pasar, puesto que si al presidente le pasó eso, a ellos con mayor razón. La gente que felizmente viajaba en autos descapotados ya no los volvió a usar. La muerte se volvió el pan nuestro de cada día: ya no causaba conmoción, esa idea de que el fin de la vida era antinatural, se apagó y ahora todos le deseaban muerte a los comunistas y a Lee Harvey Oswald (presunto asesino) que fue asesinado ante los medios antes de llegar a la silla eléctrica.

La vida en el mundo ya no volvió nunca a ser la misma: la gente empezó a tener miedo,  los presidentes y jefes de estado llevan protección en exceso y con la premisa de nunca viajar en convertibles. La guerra se hizo algo normal en la vida, ver muertes en la televisión (aunque fueran falsas) ya no impactaba. Se perdió toda aquella inocencia que caracterizó toda la primera mitad del siglo XX. El 22 de noviembre de 1963, el mundo perdió a su héroe.

Luis Canchola CupichLuis Canchola Cupich es estudiante en la Facultad de Derecho de la UNAM.