17 de febrero de 2019
Desfiladero
Los años se le precipitaban adentro como cuando el fuego llega a un desfiladero para vuelto ceniza lanzarse al vacío. Él había comenzado a recordar con nitidez lo soñado, algo que nunca le ocurrió antes porque al despertar cada noche constituía, desde el momento de acostarse, una hoja de un blanco transparente hacia la nada. En la adolescencia experimentó por primera vez la sensación de que sus sueños se los arrebataba a propósito, con intencionada malevolencia, un duende interior que lo privaba de aquellas posesiones para su propio disfrute en un espacio remoto e inaccesible de la conciencia. Ni siquiera recordaba nunca las pesadillas que lo devolvían tembloroso a la realidad. La frustración de perder lo grabado sobre cada hoja fue aumentando con el paso del tiempo. Y el duende, agigantándose como si existiera más allá de los espejismos que se inventaba. Por el contrario ahora, en las semanas más próximas, al abrir los ojos abrigaba la certeza con que había percibido los sucesos del último sueño, y un día tras otro conseguía narrar lo acontecido. Se lo relataba en silencio volviendo a ver las imágenes; se lo relataba a sí mismo, a su fantasma interior y hasta a su sombra en un esfuerzo por comprender tramas y entramados que se iban tornando más y más de lo absurdo. Algunas de las tramas las incorporaba a sus anécdotas, en ocasiones como aconteceres soñados, y, en otras, sin pudor, como si las hubiera realizado o hubieran acaecido, enriqueciendo así conversaciones y potenciando atractivos. Hoy despertó cuando era besado en la boca. La sensación del beso resultó tan existente, a la par que suave y profunda, que se le hizo insoportable también por irreal. Al argumento soñado igual lo valoró tan cercano como raro. Y la parte rara le parecía de lo que podría ser soñado en un mundo paralelo por alguien que era él, pero que, desde luego, no era él. Dentro del sueño estaba quién sabe dónde. En una gran ciudad: unas veces una, y otras veces otra, dadas las diferencias en las construcciones y paisajes urbanos, unos cotidianos y otros de la fantasía más demencial. Debía volar de inmediato y con urgencia a algún sitio distante. Y para despedirse fue a visitar a su tía abuela como si ésta viviera después de haber fallecido años antes. A un asilo, ¿o no, y sí a un hospital? ¿O aquella sala estaba situada en un convento? Su tía abuela detestaba los asilos, se resistía a los hospitales y no era católica sino que practicaba el espiritismo. Él anhelaba expresarle lo que la quería, cuánto agradecía sus sacrificios para que él estudiara en la niñez en un colegio privado. Acarició largo rato la anciana cabeza como no hizo mientras ella vivió, musitándole palabras del corazón; y la abrazó tendida en la cama con el voluminoso cuerpo en reposo. Su tía abuela perseveró en cuanto al silencio, ojos de desamparo, rostro enternecido. Y, hasta esta acción, lo cercano en el sueño. Al ver que perdería el avión, él se despidió, y recorrió galerías y jardines interminables, cruzó puertas, vallas y portones, para salir como un huracán a buscar un taxi, y ya en la calle disputó uno a un inglés que cargaba una maleta. ¿Por qué un inglés? ¿Cómo sé la nacionalidad? El inglés retrocedió cuando por una ida al aeropuerto él ofreció cincuenta euros al taxista. Uno que, hasta ese instante, hacía señas al inglés de que se acercara rápido sin preocuparse del exaltado que se aproximaba intentando convertirse en pasajero. Al notar que el taxista decidía llevarlo, y al entrar al coche, él precisó que cincuenta, no, porque era demasiado dinero, pero que treinta euros seguro le pagaba. El taxista, con unos ojos grandes y oscuros, y desplegando una intensidad inusual, lo miró al centro de las pupilas. Él le sostuvo la mirada y todo se inmovilizó por unos segundos. Luego, con una serenidad no acostumbrada en su profesión y más para un joven habituado a la jungla cambiante de las calles, el taxista precisó que le cobraría veinte euros. Él sintió temor: ¿El taxista renuncia a los cincuenta euros? ¿A los treinta? ¿Me ha adivinado el pensamiento cuando concluí que la carrera valdría unos veinticinco euros como mucho? En la imagen siguiente, por lo desatinados que devienen los sueños en incidencias, aunque él había entrado al coche para sentarse en uno de los asientos traseros, en el viaje por la ciudad era transportado en el lugar del copiloto. El taxista estaba vestido con un pantalón corto; pierna y muslo derechos quedaban levantados como si el pie estuviera apoyado en el asiento y no en el suelo o en el acelerador. A él aquello le resultaba extraño y embarazoso. La piel, blanca y de vello rubio del taxista, simulaba tener luz propia en el interior en penumbras del taxi. Su cabello dorado y lacio a veces se agitaba con los frenazos necesarios a un tránsito infernal de camiones, camionetas, autobuses, coches y bicicletas. Numerosas y numerosas bicicletas. Y el rostro, sonrosado y sin barba del taxista, reflejaba las reacciones a las dificultades del trayecto como una pantalla encima de la que se proyectaran expresiones. De pronto el taxista giró la cabeza para mirarlo reprochándole en silencio lo inmediatos que estaban de su muslo musculoso y velludo, un brazo y mano de él. Y él se asombró porque no era su cuerpo quien estaba invadiendo el espacio del taxista sino que, en aquel coche cada vez más reducido, en todo caso resultaba lo contrario. Era él quien se sentía incómodamente invadido. Y, entonces, cuando iba a protestar, el taxista soltó el timón, y, con naturalidad, sin imposición ni apresuramiento, lo besó en la boca. Y al finalizar aquel beso él despertó. ¿Y cómo no? Perplejo. Lleno de preguntas para consigo mismo. Sintiendo sus latidos como si lo que latiera fuera aquella vena azul del muslo del taxista, que no cesaba de recordar poderosa en el manto de blancura de la piel.
Rutas
Después de que inesperadamente aquel taxista desconocido lo besara en la boca durante el sueño: Uno que él no se atrevía a catalogar de pesadilla. Y él despertara sin poder enfrentar aquella acción, ni tampoco llegar al aeropuerto como en aquella trama onírica tanto le urgía, en los tres días siguientes dejó de recordar lo que soñaba, regresando así a su pasado de pérdidas en cuanto a lo acontecido adentro. Lo de no recordar lo soñado, fue una decisión. Y le funcionó como una maquinaria bien engrasada. No estaba dispuesto a añadir motivos de inquietud. Si soñaba desatinos no se situaría en la posibilidad de rememorarlos. Ya se juzgaba bastante extraño, dislocado e incómodo al reflexionar sobre el suceso. No lograba serenarse ni se atrevía a comentarlo en su entorno, y menos con quien convivía. No conseguía contarlo y bromear entre amigos como acostumbraba. Reconocía que, en efecto, había quedado desasosegado, perplejo. En esos días, en sus rutas habituales, comenzó a reparar en lo que estaba allí, al paso, pero él no había detectado. Al cruzar por frente al cementerio, más allá de las vallas y entre la maleza, divisó un elevado montón de tierra y comprendió que era la extraída al excavar las tumbas. Le pareció de lo grotesco permitir que se avistara desde la avenida. De una intimidad funeraria cuya visibilidad resultaba atemorizante y hasta obscena. Y del reino, no de los muertos, sino del de la insensibilidad, el no impedir que la gente, en especial los ancianos, al transitar descubrieran la tierra amontonada; que el aire pudiera llevarla como polvo a las caras, abofeteándolas. Volvió a repetirse que a él que lo incineraran y lo convirtieran en ceniza para abonar la tierra y nutrir el agua. Que en modo alguno lo fueran a encerrar y a abandonar en un ataúd. Ni tampoco que lo dejaran en una urna y un nicho. Él, al viento, y una parte suya a la tierra, y al agua la otra parte. Caminando por la calle principal del barrio se le reveló que los pericos de una especie no autóctona, de la que un descerebrado soltó años atrás unas pocas parejas entre los árboles de la Casa de Campo, y que se multiplicaron y se multiplicaban como un tornado, ya habitaban no sólo el parque próximo sino los plataneros cercanos a los edificios, y que sus sonidos tan inarmónicos sobresaltaban a los caminantes. Y aunque amaba a los animales, debía admitir que era un amor con excepciones, por lo que mejor si no se acercaban a sus ventanas los gritones pericos. “Curioso”, pensó, porque no le molestaban las urracas y sus graznidos. Y no quiso determinar si por autóctonas; o por blanquinegras, colores que tanto le gustaban. O porque atribuía a las urracas una dignidad que no otorgaba a los pericos. En su infancia, en su hogar había dos pericos, uno enamorado de su abuela y otro de su madre, y cuando se hallaban presentes, en la cocina comedor o en el patio, era imposible acercarse a ellas y darles un abrazo. Los dos repetían palabras que les habían sido enseñadas, y solían hacerlo inoportunamente. Los pericos se detestaban entre sí y lo odiaban a él, que canalizaba como indiferencia su propio aborrecimiento. No, no, no le gustaban los pericos. Y algo de esas aves había en la faz del taxista. Tenía el rostro de aquel hombre grabado en la memoria, y al buscarle un parecido humano sólo se lo encontró, de lejos, muy distante, con un impresentable con el que había coincidido dos veces en la cafetería del barrio. Reparó en éste porque en cada ocasión conversaba a gritos y le impedía a él concentrarse en la lectura del diario. Lo había observado por uno, dos segundos, a diez metros, como por casualidad, preguntándose si se justificaría que fuera a pedirle que no hablara tan alto. Concluyó que no, y se marchó detestándolo total, absolutamente. Con los días, mientras más comparaba los dos rostros, su parecido lo que hacía era atenuarse. Se trataba de la expresión, más que de los rasgos, aquello de la inasible semejanza. Una expresión un tanto delirante, como de alerta, afilada cual la de los pericos. Una expresión de la que desconfiaba, a la que rechazaba. Cuando al cuarto día salió hacia el centro de la ciudad a una reunión de trabajo, frente a la parada del autobús donde esperaba, se detuvo un taxi. Y en aquel coche, conduciéndolo: el taxista de su sueño, que no de sus sueños. Seguro nunca le había visto, excepto al soñarlo. El taxista y él se miraron con mutua expresión de desconcierto, y continuaron mirándose mientras cambiaba la luz del semáforo. Cuando se puso en verde, el taxista no arrancó, y a él una fuerza incontenible lo impulso a subir al coche, eso sí, en la parte de atrás. El taxista aún sin arrancar le dijo: “He soñado con uno como Usted. Y yo no lo conozco de nada. ¿De dónde sale.” Y él le preguntó: “¿Y qué ocurrió en ese sueño suyo?” El taxista le desclavó los ojos, se enderezó y aceleró con brusquedad: “No se lo voy a contar. Usted sabe lo que pasó, bien que estaba aquí delante, incitándome.” Él se sobresaltó: “¿Incitándolo?” Y el taxista concluyó: “Tuvo el descaro de hipnotizarme. ¿Cómo cree, si no, que iba a besarlo? Llevo tres noches sin dormir no vaya a ser que recupere la continuación del sueño. ¡Y ahora usted se materializa, aparece en mi ruta, me atrapa con su mirada, sube en mi taxi! ¿Qué pretende? ¿Dónde quiere que lo lleve? ¿Adónde…? ¿Adónde quiere que vayamos? ¡Cómo que adónde…? ¡Estoy hipnotizado! ¡Venga, despiérteme! ¡No, no es que venga delante conmigo, únicamente despiérteme!” En ese punto él no despertó. No era un sueño. Lo que hizo con el taxi detenido ante una luz roja fue bajar sin pagar y echar a correr perdida cualquier ruta, como un desaforado. Detrás escuchó una carcajada del taxista. ¿O ha sido un escapado lamento?
Fuegos
Cuando consideró que, tras bajarse del taxi de un segundo al otro, tras irse sin pagar, tras echar a correr, había escapado del taxista de su sueño como escapa la lava en busca del cielo para convertirse en piedra, se detuvo abruptamente. La lava no tiene más que una ilusión fugaz de libertad: Un anhelo a merced del aire. En verdad más que escapar del taxista de su sueño, había escapado del materializado taxista de su sueño: El que en su sueño sin previo aviso lo había besado de manera reposada en la boca dejándole del todo estupefacto. Estupefacto es un estado que puedo reconocer, pensó con celeridad. El taxista que cuatro días después, y un rato antes, se materializó con su taxi delante de la parada en la que él aguardaba impaciente el autobús, acusándole de haberlo hipnotizado por dos ocasiones: en el sueño y en esta media mañana. Mejor él se repetía todo aquel asunto con el taxista, lo rememoraba y verbalizaba para asumirlo; porque no se trataba de olvidarlo sin más, primero necesitaba explicárselo a fondo. ¿Por qué había soñado aquel beso? Y por fin le otorgó tal clasificación y la expresó en voz alta: “¡Una pesadilla!” Eso: No un sueño, sino una pesadilla. Aunque el beso como unidad, la sensación de ser besado y quizás –contra su voluntad se permitió la duda– de besar, era antológica en sí. ¡En sí! ¡Como si el beso pudiera desvincularse de su procedencia! ¡Como si la presencia del taxista en el beso pudiera ser dejada a un lado, echada lejos, desterrada! ¡Como si no fuera el taxista, como si no hubiera sido aquel hombre desconocido quien lo besó con naturalidad, sin imposición ni apresuramiento! Precisamente cuando él se cercioró de que había escapado, con el Palacio Real a unos doscientos metros, vio al lado suyo en la acera un muñeco tamaño natural de un obeso heladero, helado en mano, brazo dispuesto, gorro en la cabeza. El muñeco exhibía una sonrisa incitante. Para su asombro él comenzó a contarle toda la historia al muñeco. ¿Quién podría saber dónde estaba el dueño de la heladería y si sería receptivo a que le narraran algo tan descerebrado? Quizás si él por fin narraba los sucesos del sueño y los de la recién vivida realidad, lograría explicárselos a sí mismo. No obstante que él se extendió en los detalles, el muñeco pareció escucharlo, pues ni cambió de postura ni se fue con el helado entre los dedos. Tampoco se marchó cuando el taxi frenó y el taxista con ojos desorbitados los contempló a los dos, y tomó nota de él cerrando su improvisado monólogo. El taxista moviendo la cabeza a un lado y a otro le preguntó: “¿Prefiere hablar con un patético muñeco que conmigo? ¿Para eso me dejó sin respuesta? ¿Para eso me abandonó después de tener el descaro de hipnotizarme? ¡Una crueldad! ¡Porque me ha hipnotizado: Primero en el sueño y hace un rato; y las dos veces en mi propio taxi! ¡Usted no tiene corazón! ¡Y es un cobarde que debe haber dado al muñeco una versión mentirosa de la historia!” Él encontró el valor para responderle: “¡Muy bien! ¡Hablemos como dos hombres capaces de dialogar! ¡Aclaremos lo sucedido! ¡Y termine con esa tontería de que lo he hipnotizado! ¡Y claro que tengo corazón! Asuma que Usted…” –y fue a entrar a la parte delantera del taxi–. “¡No, delante no se siente! –le indicó el taxista– ¡Siéntese detrás no vaya a ser que de nuevo haya un beso!” Él no pudo creerse que de pie en la calle, sin aceptar que su sitio estaba en la parte trasera del coche, exclamara: “¿Y ahora, después de que me plantó un beso, me rechaza?” Y el taxista, de nuevo con pantalones cortos como en el sueño, velludo con hilos de oro, se bajó a gritarle: “¿Cómo que lo rechazo? ¿Me va a confesar que el beso le gustó? ¡Lo sabía! ¡Sabía que le había gustado! ¡En el sueño no se apartó! Mire, sé que es una locura, pero si queremos aclararlo, debo reconocer que besa usted muy bien. Y que ése ha sido parte del problema, aunque lo inicial es que yo estaba…” Y él gritó a su vez, lo interrumpió turbado por aquella casi desnudez del otro, aquella de pies al aire, piernas y muslos al aire, y torso cubierto a medias por una camiseta sin mangas. “¡Fue usted el que me besó! Me besó larga y tiernamente. ¡Se introdujo en mi sueño, en mi boca, en mi vida! ¡Y hoy se ha introducido en mi realidad, en mi mañana, me ha hecho faltar a una reunión de trabajo, y no satisfecho termina introduciéndose en mi mediodía! ¿Quiere mi agenda? ¿Le anoto los sitios en que estaré en la tarde, en la noche? ¿Pretende invadir mi madrugada? ¡Exacto: Me siento invadido! ¡Hasta salí corriendo.” Y entonces escuchó al taxista. “¡No se puede hablar con usted! He pensado que si lo aclaramos yo podría volver a dormir como siempre he dormido: a pierna suelta. ¡Págueme la carrera que no me pagó, o le rompo las piernas! ¡No, las piernas no, le rompo la cabeza para que, de paso, no vuelva a soñarme!” Y él se escuchó vociferar: “¿Estoy convencido de que sólo lo he soñado porque usted me estaba soñando! Seguro fue por telepatía, y porque vivirá en el barrio y cerca de mi piso, que logró…” El taxista se puso a dar saltos como un gorila mutando hacia lo albino y le lanzó: “¡Ya hasta quiere saber dónde vivo! ¡Si lo dejo seguir hablando me pedirá mi dirección! ¿Proyecta ir a visitarme? ¿Me va a pedir una cita y pasará a recogerme? ¿Averiguará si vivo solo? ¿Desea acaso que nos volvamos a besar? ¿Qué es lo que realmente pretende?” Y allí se quedaron enfrentados como dos gallos de pelea. O más bien como dos dragones envueltos en tanto fuego y en tanto humo que poco a poco les resultó imposible verse.
Maremoto
El taxista y él terminaron a los golpes, a unos doscientos metros del Palacio Real y a muchos menos de la Plaza de Oriente. En la acera, en la calle, rodando enredados por el suelo y a riesgo de ser atropellados. Como si a partir de soñar cada uno con el otro –importante que sin conocerse–, y del encuentro de ese día –importante que casual–, el maremoto de emociones, dudas, introspecciones, presentes en las últimas más de setenta y dos horas adentro de cada uno, se hubiera alzado, caído, arrasado cualquier cordura. A los golpes, en una zona desbordada de policías de paisano que, por fortuna para él desentrenado en las peleas cuerpo a cuerpo, surgieron como por ensalmo, los separaron casi de inmediato y los retuvieron hasta que llegó la policía municipal, que los arrestó y llevó en un coche patrulla a la Comisaría. En la grisácea e inhóspita sala de interrogatorios les pidieron explicarse. Ellos ni por asomo relataron la verdad. Cómo iban a explicar que cada uno había soñado con el otro, y que, en cada sueño individual, el taxista lo había besado a él en la boca dentro del taxi, con naturalidad, sin imposición ni apresuramiento, y que en ese punto del ya consumado beso habían despertado cada quien en su cama. Cómo explicar que tan pocos días después, en una ciudad de varios millones de habitantes se habían tropezado imprevistamente, y terminado compartiendo el taxi en la realidad, y haciéndose mutuas preguntas, reproches, requerimientos. Cómo explicar aquello de que el taxista lo acusaba de haberlo hipnotizado como origen de su iniciativa en lo del beso. Y de que él lo acusaba de sorprenderlo con un beso, no en una mejilla o una mano sino en la boca. ¡Imposibles tales explicaciones! Los policías habrían creído que ellos dos se burlaban: Y acusación, celda, fianza, juicio. O pruebas de alcoholemia y de drogadicción. O los habrían enviado detenidos al hospital psiquiátrico para que los evaluaran. Lo que explicaron, puestos de acuerdo sobre la marcha, a partir de que él empezó a hablar, y de unas miradas y unos gestos casi imperceptibles de innegable complicidad, fue: Que él montó en el taxi, surgió un desacuerdo acerca de la mejor ruta, discutieron, y al ardor del desencuentro bajó sin pagar, y sin pensarlo, para sacarse la rabia, echó a correr. Que el taxista logró localizarlo con la pretensión de que le pagara, a lo que él se había negado puesto que… Que ninguno iba a acusar al otro… Que mejor pasar página… Que el calor de agosto resultaba insoportable… Que el taxi circulaba con la refrigeración dañada desde esa misma mañana… Que lo lamentaban. Que era la primera vez que les ocurría algo así de irse a las manos (otra mentira). Que claro que no se repetiría nunca más. Que el taxista se olvidaba del dinero correspondiente al trayecto recorrido. Que no, que no, que él le pagaba. Que de ninguna manera, que se indigestara con su dinero. “Bueno, no quería decir eso…” No supieron por qué, pero finalmente no los acusaron. Después de observarlos darse la mano, los soltaron con quince minutos de diferencia. Él salió el segundo, y al alejarse cincuenta metros de la Comisaría experimentó un sobresalto cuando divisó al taxista de pie, aguardándolo. Decidió no retroceder, y al avanzar se dio cuenta de que el taxista estaba descalzo, que debía haber perdido las sandalias en la pelea. Se detuvo a unos pasos. Y se miraron a las pupilas. Él continuó y el taxista echó a andar a su lado. Caminaron en silencio y el silencio se fue solidificando como una losa sobre los dos, haciendo más marcadas sus huellas, tornándose indescifrable e insoportable. Hasta que uno exclamó: “¡La que hemos armado en plena calle!” Y el otro: “¡Pelearnos casi enfrente del Palacio Real!” Y así continuaron: “Es mi primera vez en Comisaría.” “Tampoco yo había estado, salvo para denunciar la pérdida de la cartera.” “¿Le robaron?” “¡No, qué va, a mí no hay quien me robe! Es… un decir.” “A mí tampoco me han robado nunca. Es un… decir. En el sueño usted…” “No fue intencionado. Un impulso. Un designio.” “¿Designio? ¡Qué palabra para un taxista!” “¡Qué se cree! Que sea chofer y mecánico no significa que no estudie Hidráulica en la Universidad.” “Irá a por el taxi. Y a buscar las sandalias” “¡Qué remedio! Si me acompaña lo llevo de regreso a casa.” “¿No siente frío en las piernas? ¿Las piedras no le hacen daño al caminar? Esta casi desnudo.” “¡Qué preguntas! ¿Es por decir algo? ¿No soporta el silencio? ¿Le importa mi taxi? ¿Le importan mis sandalias, mis piernas, mis pies? ¿O lo que le importa es que estoy semidesnudo?” “¡No empecemos de nuevo!” “¿Quién le dijo que habíamos terminado?” Las voces de varios policías caminando detrás de ellos, presumiblemente hacia un bar, lo respaldaron a él al responderle como el fuego de una ametralladora: “Sí que hemos terminado. Ni siquiera habíamos comenzado. Sólo fue un sueño y su doble. Si me pongo a dar voces acudirán los policías. ¿Me está amenazando? ¿Por qué me ha esperado? ¿Por qué no se marchó? ¡Por qué se ha puesto a caminar a mi costado? ¿Qué es lo que quiere? ¿Cobrar el dinero que dice le debo?” El taxista hizo un ademán de negación. “No he podido marchar. Sí lo intenté: Hasta que no pude dar un paso más para alejarme. Nunca he besado a un hombre excepto en el sueño. ¿Usted ha besado a otro hombre?” Él reaccionó: “¡No! ¡Nunca he besado a otro hombre! Excepto… cuando usted me besó en el sueño. ¡Porque fue usted quien me besó! Yo… yo ni siquiera sé si respondí a su beso o simplemente no lo rechacé.” De nuevo el silencio extendiéndose sobre los metros de la caminata, hasta que el taxista le compartió otras de sus inesperadas interrogantes: “¿Y si no nos hubiéramos despertado? ¿Qué habría hecho usted después del beso? ¿Qué habría hecho yo?”
Leones
Cuando desde la Comisaría –y con la alegría de no haber sido encausados por su pelea a ojos vista de la Plaza de Oriente y del Palacio Real, y poco más y visible hasta desde la Catedral; de comienzo: un violento encontronazo de osos– el taxista y él, caminando pausadamente en paralelo, llegaron al taxi –aparcado unas horas antes por la policía en una callecita cercana a la heladería a cuya puerta ellos se dieron de golpes para, osos convertidos en leones, caer al pavimento, agitando cortas melenas, enzarzados y rugientes– compartieron frente al coche unos segundos de embrollada indecisión. El desarrollo del lance entre ellos parecería una variante del conflicto de aproximación rechazo, reflexionó él. Situar la escena en sus significaciones y dimensiones no era fácil ni para uno ni para otro: Sin conocerse, y sin saberlo, cuatro noches atrás habían soñado idéntico sueño –algo de no creerse–, uno donde dos hombres comunes y corrientes, sin aviso compartían un beso en la boca dentro del taxi que debía hacer un viaje al aeropuerto. El taxista sin preámbulos lo había besado con naturalidad, sin imposición ni apresuramiento, y él… ¡Yo me desperté! ¡Sin transiciones! ¡Reconozco… que no abrí los ojos a la mañana hasta que culminó el beso, pero lo innegable es que me desperté! ¡No me quedé soñando, como si nada hubiera sucedido, instaurado en el papel de un pasajero al que lo único que le importa es que lo lleven al aeropuerto sin demoras para no perder el vuelo y está dispuesto a pagar el precio que fuere! ¡No fingí demencia! ¡Y mucho menos pedí otro beso, propicié otro beso o inicié beso alguno! ¡De ningún modo: Me desperté! ¡Y perplejo! ¡Hubiera faltado más! Y hoy en la mañana resultó ser el taxista quien, materializado y sobre el asfalto, detuvo el coche frente a mí. El taxista quien me miró a las pupilas hasta aferrarme las entrañas. Quien me soltó a bocajarro que había soñado conmigo. ¡De acuerdo, yo me subí a su taxi como en el sueño! ¡Eso no me queda más remedio que aceptarlo! ¡Lo asumo: me subí! ¿Quién no se hubiera subido después de tres noches durmiendo mal, de más de setenta y dos horas sintiendo en los labios la sensación tumultuosa de…? Cada uno se dirigió hacia el taxi por un lado distinto. El taxista, tal y como correspondía, por la derecha y dispuesto a sentarse en el asiento delantero, y él, indeciso… “¿Me siento delante o me siento detrás?” El taxista sonrió antes de entrar. “Si me va a pagar se sienta detrás. Me he ofrecido a llevarlo a casa, sin más. Siéntese donde pueda relajarse, estar cómodo.” Y él explicó: “Me gusta viajar delante, en el asiento del copiloto. Sé que es peligroso si hay un accidente… Pero me complace que me conduzcan en plan amistoso y…” Total que, después de aquel comentario, no se decidió y se sentó detrás. “¿Volveremos a soñarnos?”, inquirió el taxista, y añadió: “Ahora nos conocemos. Me asombra lo que disfruté pegándole.” Y él, incisivo, para dar respuesta: “¿Disfrutó porque, aunque fuera así, volvió a tocarme? ¿Qué le pareció mi piel?” Y el taxista, inquieto en el asiento: “¡Hombre, venga ya! No es eso lo que he dicho. Me refería a que pude sacar fuera la tensión, desprenderme del desasosiego. Me refería a que pegarle fue una válvula de escape para…” Él, sin premeditarlo, se inclinó, su aliento refrescó la nuca del taxista pues se había colocado en línea recta; y para su asombro preguntó: “¿Una válvula de escape para qué? ¿Para el deseo? ¿Desea volver a besarme?” El taxista sacudió la cabeza: “¡Yo nunca lo he besado! ¡Usted lo sabe, yo lo sé! ¡El beso fue dentro de un sueño! Igual no era yo, ya sabe que en los sueños a veces los personajes se convierten en otros. Igual era mi hermana que se parece mucho a mí y también conduce el taxi. ¡Eso: Mi hermana!” Él argumentó: “Yo quizás podría creerme lo de que fue su hermana. Que hubo una de esas nada frecuentes sustituciones de personajes. ¡Ah, sería… tranquilizante! Aunque sólo para mí y por unos segundos. Porque estoy seguro de que usted despertó con la sensación inquietante del beso en su boca, y yo… no tengo hermana. Usted no pudo soñar que besaba a mi hermana. Y si usted me besó a mí… yo por quien fui besado fue por usted. No hay salida… ¿cómo decir?: tangencial… para nuestro beso.” El taxista después de un silencio le hizo notar: “Me es molesto hablarle con usted sentado detrás. ¿Y si aparco y se sienta a mi lado?” Y él señaló: “¿No será que se propone besarme? ¡Si lo hace, estoy despierto y en plenitud de facultades! Seré yo mismo y no el… espejismo del sueño. Seré el que soy cada día, y ése no va dejándose besar por desconocidos…! ¡Ni por conocidos! ¡Y no podrá escudarse en lo de la hipnosis! Si yo fuera un hipnotizador ya hoy lo hubiera hipnotizado. ¿Está seguro de que quiere que me siente delante?” Y el taxista volviendo a menear la cabeza: “Sí, estoy seguro, el viaje no es corto, me duele el cuello y me resulta cargante que hablemos con usted allá atrás. No voy a besarlo. Aunque… ¿usted no tiene aunque sea una pizca de curiosidad? Imagine que en un sueño lo besa un oso o un león, y al otro día se lo encuentra, ¿no sentiría mínimamente el impulso de besarlo a ver si la realidad se asemeja a lo soñado? ¿A ver si todo deja de estar tan confuso? ¡Sea honesto!” Él también meneó la cabeza impulsivamente: “¡Si me encuentro con un oso o con un león ni se me ocurriría pensar en un beso para comprobar esto o aquello porque sabría que mi boca no sobreviviría a su mordisco! ¡Saldría corriendo!” Y el taxista, de nuevo poniendo el dedo en la llaga: “¿Y por qué esta mañana se subió a mi taxi?”
Cebras
En el recorrido del Centro al barrio, el taxista y él de pronto interrumpieron su diálogo –y él no respondió a una pregunta impertinente– cuando notaron la presencia de unas cebras en la Casa de Campo, detrás de un vallado y como en medio de nada. Las cebras no son domesticables, pensó él mientras escuchaba un relincho y recordaba de su infancia un carrusel, en un parque de atracciones, donde quienes daban vueltas no eran caballos de madera sino cebras, algo que llamaba la atención y que ocasionaba aglomeraciones para lograr montarlas, y más porque aquellas cebras relinchaban mecánicamente al ser puestas en movimiento. Montarlas sólo era posible, le explicó el dueño del tiovivo, porque no estaban vivas, puesto que resultaba quimérico enlazarlas por su habilidad para esquivar la cuerda, una pericia proveniente de la agudeza de su visión que las llevaba a desplazar la cabeza en el momento justo. No se sabía de una cebra, ensillada. Éstas de ahora, por tanto, no estaban allí para ser utilizadas en paseos domingueros, sino en todo caso para que fueran contempladas. “¡Contempladas!”, exclamó en silencio. Y le propuso al taxista que se detuvieran y regresaran caminando para observarlas. “Todo lo que me ocurre estando usted, es raro. ¡Cebras!”, subrayó el taxista aludiendo al beso en la boca del sueño común, a la pelea cuando se encontraron en la realidad y se desencontraron… pero frenó, aparcó, y descendió del asiento delantero mientras él bajaba desde detrás. Él obvió el comentario y preguntó: “¿Sabe usted que las cebras son negras con rayas blancas y no blancas con rayas negras?” El taxista sonrió con una mueca. “¿Por qué me subestima una y otra vez? Las cebras, originarias de África, no hubieran sobrevivido, en las llanuras y los bosques de ese continente, si hubieran sido blancas. Además, ¿sabe usted que sus fetos son todo negros y que las rayas aparecen después y crecen cuando cada animal se desarrolla?” Él mintió para calmarlo: “No, eso último lo desconocía.” Pero el taxista era muy perceptivo. “Ah, me está mintiendo. ¡Claro que estaba al tanto! ¿En cuánto más me ha mentido desde hoy en la mañana? Se le da bien mentir. Lo comprobé en la Comisaría cuando, para conseguir que nos dejaran libres, usted no dijo una sola verdad sobre nuestra pelea a golpes. Si reconociera que en el sueño me hipnotizó para que yo lo besara en la boca, podría dejarlo frente a la puerta de su edificio e irme por fin a dormir tranquilo luego de tres noches de insomnio. Ni las cebras le creen, fíjese como olfatean y se alejan.” Él contraatacó: “Me asombra lo preocupado que está por el beso. Aunque fuera usted quien me besara sin que yo hiciera por propiciarlo, lo decisivo es que únicamente ocurrió durante un sueño. Incluso si se despertó considerando grato el beso, pensando que le había gustado a pesar de ser yo un hombre, no debería significar tanto. Sumando y restando yo creo que lo que lo ocupa es que desearía volver a tener la experiencia de un beso que considera de tal… calidad, ¿o será ‘esplendor’ la palabra?, ¿será ‘calidez’? Y que sabe que desea besarme en el aquí y ahora de la realidad, y considera que no debería desearlo. No acepto que se trate de simple curiosidad, de ‘una pizca de curiosidad’ como me preguntó si acaso yo sentía. Sé que lo suyo es deseo. Puro y duro deseo sexual.” El taxista lo agarró por los hombros: “Si le doy de puñetazos en plena Casa de Campo, para cuando alguien acuda usted ya estará convertido en papilla, no para las cebras porque son herbívoras, pero igual sí para esos perros sin dueño que dejarían de guardar las distancias.” Él se zafó de una sacudida: “¡Ah, los golpes! Hace unas horas yo también quise que nos golpeáramos. La diferencia es que ya sé que, de nosotros dos, usted es el más fuerte. ¿No se le ocurre otro modo de resolver lo del beso? Ése beso que fue pero no ha sido. A estas alturas ya hasta hemos compartido la visión de unas cebras en pleno Madrid. Lléveme hasta el barrio como ofreció; he perdido el dinero que traía conmigo cuando rodamos por el suelo… ¿No podría resolver dentro de usted lo del sueño? ¿Resolverlo olvidándolo? ¿Olvidándome? ¿Es tanto el caos en su interior? ¿O es tanto el puro y duro deseo?” El taxista golpeó el aire: “¿Es eso lo que quiere? ¿No quiere esclarecer? ¿No quiere recuperar su tranquilidad interior? Lo vi recoger del suelo un boleto de metro caído de uno de sus bolsillos. Hubiera podido regresar a casa sin que yo lo trajera. Desde el principio pudo tomar otras decisiones y no involucrarse conmigo, distanciarse sin llegar a este instante. Seguimos horas después dando vueltas dentro de un círculo vicioso. ¿Por qué? ¡Es insoportable girar y girar como en un tiovivo que pareciera indetenible! ¡Como si esas cebras estuvieran ancladas encima de la plataforma de un carrusel y no pudieran escapar!” Él lo encaró: “¡Vaya, también compartimos recuerdos! ¿También conoció el carrusel con las cebras en vez de con caballos de mi infancia? ¿O como al descubrir estas cebras en el paisaje he recordado aquel extravagante tiovivo, usted con su don telepático ha podido establecer la relación y…? ¿O va a volver con la asombrosa afirmación de que yo lo hipnotizo?” El taxista le dio la espalda: “En el taxi tengo con que defenderme de los delincuentes que se suben. Y está a unos pasos: Y si echa a correr, lo alcanzaré. No sigamos discutiendo. No hay un alma en esta zona de la Casa de Campo. Excepto por las cebras y los perros estamos solos usted y yo. ¡Usted y yo, las cebras y los perros, y los fantasmas de nuestras realidades! ¡Olvidemos a cebras y perros, y seamos las verdades! ¡Quedémonos usted y yo: desnudos y cara a cara!” Él le tocó en el hombro y lo incitó a girar: “¿Y entonces qué?”
Perros
“¿Si nos quedamos desnudos y frente a frente, entonces qué?”, le preguntó al taxista, de pie los dos en la Casa de Campo. “¡Me refería a ‘desnudos’ en cuanto a asumir nuestras verdades! ¡Fue una metáfora! ¡Y usted parece reiterarlo como si yo le propusiera que nos quitáramos la ropa! ¡No permanezco desnudo en presencia de otro hombre a no ser en las duchas del gimnasio, y nunca de espaldas!”, pero el taxista, mientras replicaba, en vez de distanciarse, se le encimó. Él no se replegó: “¡Ni yo tampoco me he desnudado jamás para intimidades con otro hombre! ¿Y por qué se acerca? ¿Lo que proyecta es volver a besarme en la boca como me besó sin consentimiento en el sueño?” El taxista, detenido casi arriba de él, le soltó “Por qué no completa la frase: ‘en el sueño que soñamos los dos sin conocernos’?” Una cebra relinchó, y, sobresaltados, retrocedieron. “De niño –rememoró él apoyándose en la valla sin perder la noción cercana de los animales– yo creía que las cebras eran caballos a los que vestían con un disfraz. Como si llevaran de traje un uniforme de presos. La primera vez que monté en el tiovivo, donde no se erguían caballos de madera sino cebras, intenté quitarle su disfraz a la cebra en la que me subí. Despinté un pedazo del lomo del animal inanimado, y mi padre terminó a regañadientes pagándole al dueño una compensación.” El taxista también rememoró. “Era curioso porque decíamos ‘ir a los caballitos’ como si aquel carrusel resultara igual a todos los otros de las ferias y los parques de atracciones. Las cebras, con su crin erizada, erguidas, con un tamaño ligeramente mayor sobre la plataforma que el natural, me impresionaban más que los caballos, y me lo pensaba antes de ceder al deseo de montarme a dar vueltas. A veces reflexionaba acerca de si no me quedaría atrapado detrás de sus rayas; si las rayas, desde la cebra, no saldrían a atraparme. Aún, cuando veo estas cebras tras un vallado, me inspiran temor. Igual es porque que sé de su tendencia a morder y a no soltar lo que muerden.” Él continuó el diálogo: “Las cebras no me atemorizaban. Cuando me subía en una de aquellas de madera, me sentía orgulloso como si hubiera logrado domesticar una cebra viva y pudiera girar encima de su montura a la vista de todos, asiendo su brida y saludando como en un rodeo tras ganar una de las competiciones. Sin embargo los perros… Cuando hace un momento discutimos…Habrá que tomar nota de lo que hemos discutido hoy desde: el encuentro casual en la calle, mi subida y bajada del taxi; discutido tras su persecución supuestamente para que le pagara la carrera y nuestra pelea a golpes a unos pasos de la Plaza de Oriente; tras el interrogatorio en la Comisaría, la liberación, y la caminata para recoger su taxi… Cuando discutimos aquí y me amenazó con hacerme papilla para esos perros que nos observan, lo que me estremeció es que fuera para los perros: Que me intimidan, en especial los dóberman. Hace años me quede mirada con mirada con una perra dóberman enloquecida por los malos tratos. Nos dividía una baranda que aquella perra parecía dispuesta a saltar en un segundo. La perra quiso morderme desde que llegué con su dueño, lo adoraba porque él la había rescatado de un encierro y de una sucesión de desatenciones, hambres y golpes. Y su dueño había tenido que aferrarla con fuerza, y retenerla consigo en tanto yo, como escapando, cruzaba el jardín, atravesaba la terraza y entraba. Y luego, su dueño me había devuelto a la terraza para pedirme que leyera unos documentos y los valorara; y en vez de permanecer conmigo para, entre más, protegerme de la perra, se largó dejándome solo. Antes de que yo pudiera reaccionar, allí estaba la perra con su odio al otro lado de la barandilla. Yo no desvié la mirada, ni parpadee, al menos no visiblemente; y comencé a hablarle como si le susurrara. En realidad la estaba insultando de la peor manera, pero mi actitud y voz eran como de caricia. La perra tampoco desvió la mirada pero al influjo de lo vocal se distanció unos pasos. Yo no me atreví a desplazarme, a volver al salón, y decidí que tampoco iba a leer los documentos. Así esperé a que el dueño reapareciera. Cuando lo hizo, me puse en pie y enfilé hacia la perra. Él se lanzó a atraparla. Yo rugí: ‘Y ahora me enseñas esa colección de cactus a la que te referiste y, de paso, el patio completo y sus maravillas’, lo que no tuvo otro remedio que hacer: él en el medio, los tres frenéticos, eso sí: cada uno en su estilo.” El taxista no pudo contener su curiosidad: “¿Y cómo acabó la situación con su amigo?” Él relató: “Cuando al recorrer el patio pasamos próximos a la puerta de la verja, la abrí y salí a la calle. Después lancé los documentos al aire y me marché sin explicaciones. Nunca más nos hemos hablado.” “¡Vaya! Es un poco como cuando un amigo aficionado al submarinismo me invitó a descender con él para adiestrarme, y de pronto me vi solo a la mitad del recorrido; él, detrás de mí, se había desviado para inspeccionar una gruta. Mi nivel de inexperiencia era máximo. Justo yo había girado para hacerle una preguntar… Vencí el pánico y decidí salir a flote. Cuando mi amigo apareció a mi lado yo estaba tan furioso que lo golpee con mi arpón, y agarrándole le mantuve la cabeza bajo el agua hasta que…” Él exclamó: “¡Lo asesinó!” “No, hombre, no, es una mentira –precisó el taxista–. No me creo la historia suya con la dóberman… Mejor lo acerco a casa.” “Sí, acabe de llevarme; finalmente creo que su beso fue un embuste. Otra broma. Quizás para confundirme.” El taxista sonrió con amargura y subrayó: “El beso, en el sueño, fue cierto.”
Personajes
“Que yo me exprese tan cuidadosamente, pertenece a mi naturaleza y a mi profesión. Pero que usted, aunque estudie Hidráulica en la Universidad, sea tan diestro con el lenguaje, es tan inusual como inquietante en sí. Acaba de decirme: ‘El beso, en el sueño, fue cierto’. En vez de: ‘Ese beso nuestro del sueño fue verdad.’ O: ‘En el sueño nos besamos de verdad’.” El taxista lo miró con aquellos ojazos como estiletes: “Tampoco hay tanta diferencia. Excepto porque el estilo algo se resentiría. Ah, su profesión… Ya la presumió en Comisaría. Usted tiene derecho a hablar con corrección, de maneras poco comunes porque estudió tanto Filología como Periodismo… ¿Y si usted y yo no existimos? Porque que dos desconocidos sueñen el mismo sueño idéntica noche; y que –si debo creerlo a usted, puesto que de mí lo sé– quienes sueñen sean dos hombres sin experiencias ni expectativas de besar a otros, y terminen compartiendo un beso en la boca –no hace falta que usted lo precise, lo precisaré: beso que yo, un taxista, le dio dentro del taxi sin previo aviso cuando se subió para ir al aeropuerto, pero que ocurrió exclusivamente mientras soñábamos–; y que cuatro días después esos dos se tropiecen por azar; y que uno suba y baje sin pagar del taxi que el otro conduce, y el otro lo localicé y peleen a golpes; y que la policía los lleve a Comisaría, y mintiendo logren salir libres de cargo, y tras haberse peleado no se separen sino que regresen juntos hasta el taxi y juntos vuelvan al barrio; y estén en este mismo instante, estemos usted y yo viendo en la Casa de Campo, a media ruta y casi en un oasis de la nada, unos animales tan raros como unas cebras; es una suerte de cuento absurdo, o una serie de cuentos breves absurdos, o una novela hiperbreve absurda; en cualquier caso una historia ilógica, irreal, no creíble. ¿Y si nosotros dos somos la creación de un escritor? ¿Los personajes de un texto literario con una estructura inusitada y riesgosa? ¿Una fórmula que para ser una unidad, y a la par un número de módulos independientes –cada uno con mil palabras y ni una más–, reitera y reitera en cada módulo el suceso de un beso en la boca a lo largo de un sueño a dúo, y reitera lo que se va desencadenando y sumando con los personajes situados como en un laberinto de espejos? ¿Y si la causa por la que desde nuestra naturaleza –la que se nos ha otorgado con omnipotencia–, deseando salirnos de esta situación no nos salimos es porque no depende de nosotros, es porque los propósitos del escritor requieren tensar la cuerda del argumento y de lo absurdo al máximo? ¿Tensar al máximo la cuerda de las interacciones de dos hombres tales en tal circunstancia?” Él se masajea el cuello: “¿Y cuál de nosotros dos es el alter ego del autor de nuestra trama? Lo escucho y me convenzo de que usted debe ser escritor. Me olvido de que conduce el taxi, de que me ha dicho que es chofer y mecánico y que estudia Ingeniería; y aunque todo eso exista, puede que lo determinante sea que usted escribe literatura. ¿Cómo si no explicar que pretenda alcanzar la metaliteratura suponiéndonos personajes literarios y con este diálogo especializado en cuanto al arte de escribir? Me afirmo en que sólo yo soñé. En que usted no es exactamente el taxista de mi sueño, sino que se le parece; y ha sucedido que yo en el no dormir del sueño, en el no explicármelo, he creído identificarlo. Me afirmo en que como entré en su taxi pensando intensamente en mi sueño, y al ser usted telépata, y por supuesto escritor, me hizo creer que soñó idéntico a mí y que era el taxista coprotagonista; todo para iniciar una aventura que luego escribirá. Es usted muy deshonesto porque, incluso: ¿Quién se acreditará los derechos de autor? El sueño lo soñé yo. Y las interacciones, aunque son de los dos, han ocurrido a partir de mi sueño y de mi tanta preocupación respecto al beso y sus significaciones.” El taxista pateó el polvo y agarró un puñado y lo tiró a una cebra, peligrosamente cercana a la valla en la que se apoyaban: “No tiene límites. Ahora pretende que sólo usted soñó, como si monopolizara la imaginación…” Él lo interrumpió. “Si usted es como ha dicho que es, se sentirá satisfecho de que el haberme dado cuenta de su rejuego lo exculpa ante mí que asumo toda la responsabilidad por lo soñado.” El taxista estalló: “¡No me toque los…!” Él gritó más fuerte: “¡Qué le voy a tocar! ¡Por fin se comporta como uno que trabaja en la calle! Aunque ésa sea una parte, el oficio del que come, mientras intenta triunfar como escritor.” El taxista se encaminó hacia el taxi: “¡Me tiene harto! ¡Me da igual si en el sueño me hipnotizó o no para que lo besara! ¡Me da igual si a mí, a mí, a mí… me gustó ese beso: La sensación con la que desperté en la boca…! ¡Total que no ocurrió! ¡Ni yo deseo que ocurra! ¡Ni va a ocurrir! ¡Lo mato si me toca! ¡Y regrese a pie! ¡O espere el milagro de que pase un taxi vacío y quiera llevarlo, a ver si ese taxista le va a aguantar que lo hipnotice para que lo bese! ¿Eso va haciendo por el mundo? ¡Si me toca lo mato!” Él agarró una rama caída: “¡Tal y como mató al amigo que lo enseñaba a bucear! Esa historia que me contó no fue un embuste. ¡Lo mató! Y voy a volver a Comisaría para que averigüen si algún amigo suyo murió ahogado cuando los dos buceaban. ¡Usted es un peligro! ¡Además de escritor es un asesino!” Y el taxista giró y se echó a reír: “¡Ahora resulta que los escritores son tan peligrosos como los asesinos!”
Círculos
“No me lo ha dicho, pero me juego la cabeza a que vivimos en el mismo barrio. Primero, lo intuí. Después lo ha dejado entrever. O a que vivimos en barrios limítrofes. Por eso es que coincidimos: Yo iba a una reunión y usted recién comenzaba con el taxi. Lo del barrio se halla relacionado con lo de regresarme. ¿Qué ocurrirá cuando lleguemos?”, terminó preguntando él. “Usted me pregunta qué sucederá. Como si yo poseyera la capacidad de adivinarlo. ¡Yo qué sé! Como no tengo respuesta… quizás añadirá –se burló el taxista– que descenderemos los dos del taxi porque, al haberme yo mudado pared con pared, su destino es el mío. A partir de esa conclusión retomará la cantinela de que, como soy telépata, por eso los dos soñamos el mismo sueño sin conocernos. ¡Debí abandonarlo en la Casa de Campo para que se lo comieran los perros! Los perros parecían hambrientos; va y hasta una de las cebras había decidido renegar de la especie y no era herbívora. ¡Ah, si una cebra lo muerde no se le escapa; debí haberlo levantado en peso y lanzado dentro del vallado!”, y el taxista dio un puñetazo en el timón. “¿Cuál es el nuevo papel? Tal vez no es escritor, ni nuestra historia es su cuento, sino que es actor. Un estudiante de actuación en prácticas. ¿A quién caracteriza? ¿A un forzudo de circo? ¿A un boxeador? ¿Me pone a temblar? Va casi desnudo por la ciudad, presumiendo de músculos, se enreda a golpes, amenaza matarme, pero antes me ha estampado por sorpresa un beso en la boca.”, ironizó él. “En un sueño, lo he besado en un sueño. Y porque usted sin mi consentimiento me hipnotizó. ¡Reconózcalo: Estamos jugando algún juego absurdo que ha diseñado! Si llega entero adonde vive, en ese momento me largaré y no volverá a verme el pelo. Y dentro de unos días, si lo descubro en la calle doy marcha atrás o aceleró. No, no volveré a detener mi taxi enfrente de usted. ¡Ya dejó de importarme por qué lo besé! ¡Yo que nunca he besado ni pensado besar a otro hombre! ¡Ya dejé de tener inquietud por el beso! ¡Perdí toda curiosidad!”, y el taxista con su mano derecha espantó un fantasma. “¿Dejó de tener deseo? ¡En el sueño deseó besarme, y cuando despertó siguió deseándolo, y no se ha ido ya porque no puede dejar de desearlo! ¡Es Usted quien no se fue, quien me espero cuando nos soltaron en Comisaría! ¡Yo sólo le he seguido la locura para destapar que tan loco está! ¡Y sí, está muy loco! Lo mejor es que pronto, como hemos entrado al barrio, me deje cerca de la parada de autobús donde me tropezó.”, y él se recostó en el asiento. El taxista frenó abruptamente y él salió despedido. “¡Le indiqué que se pusiera el cinturón de seguridad!, –exclamó el taxista mientras cedía el paso a un anciano–. ¡Qué bueno es que otro conduzca! Ni siquiera ha tenido la gentileza de subirse delante puesto que no le voy a cobrar, o de sentarse en el otro extremo. ¡Allí va, justo detrás de mí, como ocultándose! De un momento a otro se acostará a dormir la siesta. Aunque tendrá hambre. ¡Yo tengo un hambre monstruosa! ¡Me comería una cebra! Es un decir, comer carne de caballo no está en mis hábitos. Comer carne de caballo, o no, es cultural. Y no pertenece a mis marcos de referencias.” Él puso las dos manos en los hombros desnudos del taxista, y sintió el estremecimiento del otro al susurrarle: “Si vuelve a frenar de ese modo asegúrese de desnucarme porque si no yo lo desnuco. Lo ha hecho a propósito: Tan pronto me permití acomodarme porque entramos al barrio… Cuando pensé que terminaría esta pesadilla… Que me iba a librar de Usted.” “¡Quíteme las manos de encima! ¡No me gusta que me toquen los hombres! En realidad no me gusta que me toquen las personas que no conozco. Me paso medio día bajándome y bajándome del taxi a lavarme las manos. ¡Siéntese al otro lado o lo siento yo!” Él lo hizo como si fuera a obedecer sin más y hubo un silencio. El barrio era enorme, pero estaban llegando a la parada de autobús que quedaba al doblar del edificio donde vivía. Había puesto cuidado en no señalarle su dirección exacta, por lo que decidió descendería dos manzanas antes para despistar al taxista. Cuando consideró que el otro no lo esperaba, le reclamó: “¡Me he cambiado de asiento para no soportar otra manifestación de su matonismo! Le hubiera gustado nacer en el tiempo de los gladiadores: Semidesnudos. Exhibiendo fortaleza y fuerza. Peleándose con tantos. Seduciendo a otros hombres. Besándolos por sorpresa. Tomándolos como trofeos al conquistar una ciudad enemiga. Se le da bien imponerse, gritar, amenazar, pelearse. ¿Fue en un acceso de cólera incontrolada que mató a su amigo después de que éste lo dejara solo al bucear y lo pusiera en peligro? Sí que habrá que poner una denuncia para que vuelvan a investigar. Seguro consiguió que lo declararan muerte por accidente. Cometió un error al intentar asustarme. Somos dos a saber.” El taxista agarró una agenda y se la lanzó: “Usted como las cebras, cuando muerde no suelta. Ya le expliqué que le conté esa historia para embromarlo. ¡Que fue un embuste. Si me denuncia volverán a investigarme; y mi existencia podría… ser destrozada. Con los de la ley se conoce cómo se empieza pero no cómo se termina. ¿Por qué me provoca? ¡Me provoca y me vuelve a provocar todo el tiempo! ¿Es que está acostumbrado a que le peguen? Yo sólo he querido saber por qué lo besé en un maldito sueño. Y saber por qué usted soñó lo mismo. Para recuperar cordura. Para poder dormir. ¡Vale: Me rindo! ¡Y no quiero ser su amigo! ¡Usted es un farsante! ¡Un manipulador! ¡Lo ata a uno al extremo de su cuerda y lo hace girar en círculos!”
Insectos
Cuando escuchó la acusación del taxista de que él lo había atado al extremo de su cuerda y lo hacía girar en círculos, pensó que no sólo el taxista, sino que ellos dos habían estado girando en círculos viciosos, tan intangibles como la supuesta cuerda, desde que en el sueño, una suerte de pesadilla inexplicablemente a dúo, habían protagonizado un beso en la boca. Un beso dado por el taxista con naturalidad, sin imposición ni apresuramiento, algo que él no se hartaba de subrayarse y de subrayar. Y entonces determinó: que cada uno giraba en el propio círculo, además de los dos girar en el que habían construido sobre todo tras que el azar esa mañana los lanzara el uno contra el otro. Sin saber cómo, visualizó dos hormigas vestidas con pantalones cortos, erguidas, portando guantes de boxeo, dentro de un cuadrilátero circular. Y al taxista y a él sentados en unas gradas desiertas contemplando el combate mientras arengaban a la hormiga correspondiente, que diminuto tenía el rostro de cada quien. Sabía que el combate iba empatado, pero no lograba precisar por cuantos puntos anotados por cada uno. Una abeja, que traspasando fronteras alcanzó a penetrar en el taxi, sin haberlo picado yacía muerta en el cuello del taxista. Él, con celeridad, le había estampado un manotazo. ¡Con vocación: Detestaba a las abejas! El taxista aguantó el golpe como un coloso, y, ni siquiera parecía tener conciencia de que el cadáver del insecto decoraba su piel cual un tatuaje. ¡Ah!, él disfrutó teniendo ese pretexto para golpearlo nuevamente, luego de que unas horas atrás se pelearan en la calle por lo del beso y las mutuas interpretaciones (la del taxista: de que él lo había hipnotizado para que lo besara; y la de él: de que el insólito taxista, con aquel lenguaje de académico que utilizaba, era telépata, y por eso soñaron lo mismo, porque aquel sueño le había sido inducido; o no, no habían soñado al unísono, y ocurrió que el taxista adivinó su sueño al rememorarlo él frente a la sorpresa de encontrar en la calle al desconocido personaje del beso). El silencio fue interrumpido por el taxista: “¿Su palabra es importante para usted? ¿Si da su palabra de honor la cumple? Le propongo: Démonos la palabra de que cuando usted se baje del taxi no volveremos a vernos. Y que si por casualidad nos tropezarnos cada uno se alejará por su lado sin que crucemos palabra. Y establecido este compromiso…” El taxista se interrumpió incapaz de continuar, de expresar su propuesta. “Y establecido este compromiso: ¿Qué?” preguntó él desde algo que el taxista no fue capaz de definir si como tensión o como anhelo. Total, pensó éste, todo se ha salido de su sitio, y reunió el valor para proponer: “Y establecido este compromiso démonos un beso. En la boca, claro. Un beso como el que cada uno de nosotros soñó por separado. Como ése con el que despertamos aún en… los labios.” Él saltó en el asiento porque otra abeja recién entrada por la ventanilla estaba a punto de picarlo. ¿Una invasión de abejas?, dudó mientras escuchaba: “¡Lo he hecho saltar! ¡Se ha asustado! ¡O indignado! Olvide lo que le dicho. ¡No ha sido más que una broma y usted carece de sentido del humor!” El taxista dio un giro violento para esquivar una bicicleta. Él creyó ver a una cebra conduciendo sobre dos ruedas, pero era alguien vestido con una camisa de grandes franjas negras y blancas, y seguramente la influencia del recuerdo de las cebras que habían estado contemplando juntos en un vallado de la Casa de Campo a la mitad del recorrido: “¡Cállese! Ha entrado otra abeja. Si los gritos de usted la alteran, uno de los dos será picado! No le he dicho que soy alérgico a las picaduras de…” Entonces saltó el taxista: “¿Qué Usted es alérgico? ¡Toma ya! ¡El alérgico soy yo! ¿Cómo sabe de mi alergia? ¿Trae una cámara oculta? ¿Se trata de un experimento televisivo que involucra la telepatía? ¿Me han investigado? ¿Vamos a salir en un maldito programa de televisión? ¿Habrá que repetir el beso? ¡Dígame que sí! ¡No, no a lo del beso! ¡Yo no quiero besarlo! ¡Nunca he besado a un hombre! ¡Lo del sueño no cuenta! ¡Dígame que toda esta locura es por un programa de televisión! ¡Qué tranquilidad! Volveré a dormir como desde que nací: de un tirón, boca arriba que es como duermen los… Bueno, nosotros, los machos. Seguro usted no duerme ni boca abajo ni de lado, que nunca se sabe en esas posiciones lo que puede ocurrir. ¿De qué estoy hablando? ¡Me he salido de mi guión! ¡Y de mi lenguaje! ¡De mi corrección!” Y el taxista, que había frenado frente a la última luz roja posible para aquel viaje, extenuado, dejó caer su rostro contra el timón. Él también se inclinó. Dejó que su cabeza se reclinara en el asiento delantero y cerró los ojos. Un claxon los devolvió: a la realidad, a sentarse rectos, a abrir los ojos. Y el coche volvió a avanzar hasta que arribó frente a la parada de autobús donde se habían tropezado por primera vez en la mañana. Llegando sin que él decidiera bajarse a dos manzanas de distancia para despistar. Se miraron por medio del espejo del retrovisor y, al unísono comenzaron a descender, para rodear el coche y quedar uno enfrente del otro. Allí hubo un puente entre sus pupilas. Un puente sobre un desfiladero al que se asomaban las cebras escapadas de un tiovivo. Un espejismo de puente que se fue transparentando hasta desaparecer. La tarde en su extenderse hacia la noche pareció paralizarse en un silencio desacostumbrado, fue un instante de quietud en el entorno, entonces él y el taxista extendieron la mano y hubo un apretón firme y de despedida, que, quizás, duró un segundo más de lo adecuado. Un perico graznó celebrando, y el silencio se resquebrajó como se resquebraja el barro que no llegará al horno.
(1) Nota del autor: En mi creación y categorización una desnovela es una novela modular hiperbreve que como posibilidad dialéctica es y no es. Una desnovela es una sugerencia de novela desde un conjunto de hiperbrevedades o brevedades narrativas referidas a un personaje o personajes, a una historia o fragmentos de una historia que son cada narración una unidad total, un sistema y a la vez una unidad interdependiente de otras, parte de un sistema mayor.
Esto, de que como posibilidad dialéctica es y no es, porque es en sí, en lo escrito que narra novelando inusualmente; y porque puede ser mucho más en lo narrado y por su apelación- de sugerencia evocadora en máximos- a sus lectores como participantes activos, unos, tanto, que incluso modificadores, que imaginen creadoramente ampliando, completando y hasta adicionando enlaces posibles o no.
Para todo lo cual una desnovela es o tiende por naturaleza de inicio a ser breve o brevísima como totalidad y desde los textos que la forman, regularmente capítulos modulares que, dispuestos en un orden por el autor es probable que pudieran estar en otro, modificando sensaciones -y más- a compartir y percepciones y hasta los mensajes o el mensaje, de allí que, en efecto, sus módulos o capítulos pueden ser cada uno una historia en sí, cuento hiperbreve independiente -si es así como se desea clasificar-. En este original inédito es una historia de 10,000 palabras compuesta por diez historias de 1,000 exactas palabras cada una -brevedades que deben poder funcionar como unidad independizándose y de allí las reiteraciones argumentales una y otra vez.
Una ‘desnovela’ podría admitir que un lector -preferiblemente dentro de sus marcos-, escribiera sus propios capítulos o transformaciones a los originales; e incluso su autor podría lanzar una convocatoria pública para ello y elegir de lo arribado o nombrar un Comité de reescritura.
Una desnovela potenciando la expectación y la motivación o provocación asumiría probablemente ambivalencias e incógnitas y asumiría llegar a lo enigmático, en sus juegos y rejuegos con lo ético y lo sexual y con lo narrado incierto o mentiroso por sus personajes.