28 de agosto de 2018
En un parque de la ciudad del smog, entrenas para participar en el gran maratón de la paz. Mientras haces ejercicios de calentamiento, te preguntas: ¿en dónde ha quedado el amor? Caminas sin mirar a tu alrededor, colocas los audífonos, empiezas a trotar. Reconoces sentir soledad, pero la ilusión de que el amor llame nuevamente a tu puerta te atemoriza, prefieres evadirte manteniendo tu cuerpo y mente ocupados en trabajo, reuniones y maratones.
Corres, corres, corres…
Piensas en Armando, aquel hombre culto que conociste hace un mes en un viaje de negocios en el avión. Desde las primeras palabras hubo una afinidad poco frecuente para dos desconocidos. Te llamó la atención por sus conversaciones filosóficas. Ahora te escribe diariamente por whatsapp, sabes poco sobre él, no te atreves a preguntarle nada y prefieres idealizarlo como un enigmático gurú citadino.
Trotas más lento, te molestas: ¡carajo!, ¿Por qué tengo miedo? No hallas la respuesta. La sombra de tu relación tormentosa te persigue; adviertes que estás a punto de fracasar, derramas un par de lágrimas y un sobresalto hace que recuerdes que vendrá el mes entrante a verte. La incertidumbre se apodera de ti.
Sigues caminando, haces una pausa, recuperas el aliento, tomas agua, el entrenamiento ha terminado, te diriges al automóvil, continúas con tu diálogo interno: No funcionaría lo nuestro. Él en otra ciudad y yo aquí, atrapada por la costumbre rutinaria de esta urbe caótica…sería perder el tiempo. ¡En verdad, me agrada! No sé ni por qué. Ojalá no venga, no le podría decir que no tenemos posibilidades. ¿De dónde invento tantas excusas? Por Dios ¿qué voy a hacer?
Subes a tu vehículo, vibra el celular; es otro mensaje: sonríes y un éxtasis recorre todo tu cuerpo. Inicias la marcha, dudas, no aceptas que alguien se interese en ti después de tanto tiempo. Los temores te invaden. ¡Qué estupidez!, ¿cómo es posible que le tenga miedo al amor?
El semáforo te obliga a detenerte, sigues pensando en no contestar más sus mensajes, pero seguramente va a llamar para preguntar el motivo. ¿Qué voy a decirle? Él no va a desistir, ya me dijo que le gusto, y también le comenté de mi pareja y no le importó. ¿Acaso intuye que mi relación ya se acabó?
Se ilumina el siga, continúas tu trayecto; por un momento recapitulas: Y a Pedro, ¿todavía lo quiero? A estas alturas de mi vida, ya no sé ni lo que quiero.
No ves el ámbar y te pasas de largo, frenas bruscamente para no atropellar al policía que desvía el tráfico, por un percance entre un auto y un microbús. Malhumorada te mueves con precaución; como si fuese una ironía, a un costado del accidente hay una barda grafiteada: “Si nada nos salva de la muerte, al menos que el amor nos salve de la vida”.
Llegas a casa, tu hijo adolescente sale corriendo a recibirte: ¡Mamá, Papá tuvo un accidente! Está en el hospital, ¡Vámonos! En el trayecto te remuerde la conciencia por las llamadas que no respondiste por estar embelesada con los mensajes de Armando.
Entras a la habitación, ves a Pedro conectado al respirador artificial y una excitación fría hace que tu corazón se acelere, como para escapar y no saber nada de nada, al enterarte que fue el mismo accidente de hace un par de horas, el cual rodeaste con indiferencia.
El tiempo parece haberse detenido. Tu rostro demacrado y melancólico denota infelicidad. No dejas de preguntarte: ¿cómo habría sido este cumpleaños si aquel día Pedro no hubiera tomado esa calle, o si el microbusero hubiera ido más lento? Si no me hubiese quedado a su lado para cuidarlo en ese estado parapléjico hasta su muerte, ¿habría sido libre para amar? Te acosan los fantasmas de las indecisiones del pasado.
Ahora a través de aquel enorme ventanal, observas el hermoso jardín; recuerdas la mirada de Armando y los mensajes de texto. La última noticia que tuviste de él, es que se casó y se fue a vivir a otro país.
Un hombre de blanco interrumpe tus cavilaciones; mueve tu silla para llevarte al cotidiano paseo dominical. Tu cuerpo no se mueve más, ya no corres, pero tu mente continúa enfrascada en el frenético maratón de los tormentos.
La tarde empieza a caer; es hora de entrar a la residencia. Esperas… sólo esperas el momento en que tu hijo y tu nieto te visiten para felicitarte.
Imagen: Internet.