lunes, 4 de diciembre de 2017

¿La vida es el bien supremo?


CINCO EPÍGRAFES

“Dios ha muerto, y su muerte es la vida del mundo”, Philipp Mainländer.

“¿Qué es más elevado para el espíritu humano: sufrir los golpes de la insultante fortuna o tomar las armas contra la calamidad y acabar con ella?”, Hamlet. Shakespeare.

“Recuerda lo esencial: la puerta está abierta”, Epicteto.

“Muera yo con los filisteos”, Sansón. Jueces, 16: 30.

“Se destruyó a sí mismo, ávido de no ser”, Biathanatos. Borges.



A Juan Vidal


El nihilismo es una pasión destructora que se vuelve contra sí misma. A esta conclusión he llegado después de la lectura de “Reflexiones sobre el suicidio”, de Madame de Staël. Comparto mi particular ejercicio espiritual este domingo de adviento. El hastío, la desesperación, la desaparición del deseo, el asco de sí mismo son las fuerzas que impulsan al suicida. Dar el paso funesto y caer del puente hacia el estéril pavimento. ¿El exceso de amor a uno mismo puede conducir a la muerte voluntaria? Súbitamente comprender que todos se han organizado en contra de uno, o, peor, que a nadie del mundo le interesa la suerte de uno. Pero también descubrir que en verdad no le interesa la suerte de nadie, que ha dejado de amar, que los seres que antes eran recipiendarios del amor y los cuidados han perdido su valor y que uno sufre porque ya no puede amarlos. O tal vez ni siquiera sufre ya por eso porque no le importa. ¿Pero cómo es posible que desaparezca la energía que animaba el deseo de vivir? Esta condición significaría el fin del llamado instinto de conservación y sobrevivencia y plantearía una reflexión subversiva: es probable que uno se vuelva contra sí mismo y se destruya. Algo semejante a una revelación negativa que muestre a uno que nada tiene valor, que todo es absurdo; es más, que todo es ridículo. ¿Y cómo se llega a esta forma de conciencia? ¿A través del deliberado desorden de los sentidos [Rimbaud]? ¿Es un accidente bioquímico o una epifanía apocalíptica? [Apocalipsis en el sentido etimológico de revelación, de caída del velo, de visión de la realidad profunda] Hemos construido un contexto explicativo que nos aleja de la trivialidad. Ahora el acto suicida de uno es la acción suprema que desafía ontológicamente a la creación; sin embargo, esta exégesis de sus acciones en la que la sed se sacia, el deseo se apaga y el universo de opciones se descubre como miserable por su poquedad es peligrosa porque amenaza nuestro optimismo navideño. Atención. No he insinuado una broma, he formulado la proposición de manera llana: Dios no renacerá, todo ha terminado. La voluntad de vida se ha transformado en muerte voluntaria. El uno ha mudado de creatura a anomalía ontológica [o ¿debo escribir teológica?]. Es decir, el uno se ha metamorfoseado en “desemejanza”, “singularidad”, “excepción”, “irregularidad”. Aunque tal vez alguien podría plantear que la providencia ha considerado dentro de su omnisapiente diseño la irrupción, el salto al vacío, del uno. El vuelo del suicida no puede ser comprendido por la psicología ni por la medicina; es materia forense de la poesía y de la teología. La oscura melancolía disuelve todos los afectos. El uno lucha contra sí mismo hasta la muerte… de ambos. El debilitamiento de la fuerza es la ley que rige el universo. La entropía espiritual es la incertidumbre que desintegra al uno.

Termino —como inicié— estas notas, con palabras de Philipp Mainländer (1841-1876): “Ah, cuán vana, cuán triste es la lucha por la existencia. Aprende, ¡oh, hombre!, como primer principio de la sabiduría, que por un bien tu alma está en vilo. Arroja pronto los vanos cuidados. Bebe el agua clara, recogida en tu mano, y colma tu hambre con magra comida y escaso alimento. Purifica tu espíritu de doctrinas indignantes y adórnalo con las perlas que, desde las profundidades, el mar de la negación te arroja, tormentosamente agitado. ¡Aprende a amar con el espíritu, mortifica el amor del corazón; y bendice, bendice con alegría cada hora que más cerca de la tumba te conduce!”.

martinez garcilazo.jpgRoberto Martínez Garcilazo