Fueron testigos los bellos volcanes, Popocatépetl e Iztaccíhuatl, de su majestuosa acción. Frente a sus gigantescos ojos, desfilaron nubes grises arrulladas por los vientos húmedos y fríos. En las praderas y montes, el frío tullía de dolor los huesos, los huesos del ejército invasor, parecían sentir su destino de ese día glorioso para los mexicanos, al librarse la batalla del cinco de mayo de mil ochocientos sesenta y dos.
En el año de 1862 hombres armados con machetes, lanzas y palos en mano dieron muestra de valor al defender con fulgor la soberanía de su pueblo de un imperio opresor. Zacapoaxtlas llevan por nombre, de sangre indígena, vestidos con pantalón de manta, y zarapes bordados; lucharon al lado del general Ignacio Zaragoza, destacado militar y valiente mexicano. Enlistados marcharon con el Ejército de Oriente, algunos con huaraches y otros descalzos, obedecieron las órdenes de matar a los franceses.
De nada sirvieron las armas y cañones, ni los estrategas militares, ni el ejército entero compuesto por seis mil hombres. En los campos de cultivo y en los cerros aledaños se escuchaban gritos de auxilio. Entre la maleza fueron encontrados cuerpos mutilados de soldados extranjeros; los militares al mando, avergonzados, ordenaron retirada y huyeron como cobardes.
Habían perdido la guerra y la vida de muchos soldados, habían perdido el valor para seguir enfrentando a un pueblo muy humilde que entre sus manos llevaban piedras, lanzas y palos.
El Ejército de Oriente orgulloso de sus hombres zacapoaxtlas reconoció su lucha en defender la soberanía mexicana.
Leobardo Cruz Magariño es abogado, amante de la poesía y la lectura.