Luis Manuel Pimentel*
Si no fuera porque prácticamente los muertos cayeron en mis pies, no hubiera escrito nada. Estaba con dos personas en el café Zaranda de la esquina de la 16 de septiembre con 11 poniente, cuando se oyó un golpe seco como a la 1:15 de la tarde. El amigo, que vino de acompañante de la chica, mientras nosotros hablamos de un trabajo, se levantó de la mesa y fue a ver de qué se trataba el golpe, en menos de 1 minuto volvió y dijo “los atropellaron y los mataron”. Inmediatamente se me subió una extraña energía por el cuerpo al escucharlo, pues yo vivo a media cuadra del sitio y pensé, trágicamente, en mi familia.
Salí a ver qué pasaba y estaba tirada una señora de pelo amarillo, botas marrones y jeans claro, me dolió verla retorciéndose mientras le salía sangre por la boca, más allá estaba un señor con el cuerpo literalmente volteado y con la cabeza aplastada. Volví nervioso a la mesa. Proseguimos la conversación pese a que la gente se iba aglomerando entre las dos personas tiradas en la calle. La concentración del proyecto de trabajo casi pasó a un segundo plano, aunque terminamos lo necesario con semejante distracción, además que ella en pocos minutos tenía programada otra junta y entre la confusión se fueron.
En la esquina rápidamente llegó la policía turística, ambulancias de SUMA, tránsito y peritos, los paramédicos le cayeron encima para salvar a la mujer que todavía estaba viva. Le inyectaron suero y otras cosas, sudaban los paramédicos, ya el sol de las 1:50 se hacía duro y yo mirando detrás de la puerta de vidrio del Zaranda pensaba en un paraguas para que la mujer, que estaba muy mal herida, no sufriera también los embates del calor que le hacía hervir la sangre.
La teoría de un muchacho que estaba en el café con un par de amigas sobre cómo los atropellaron no me convencía. Él sostenía que el carro venía de la 16 de septiembre, yo le decía que los cuerpos estaban hacia la 11 poniente, en ese caso, no iba a discutir sobre algo que no sabía, pero la lógica decía que tuvo que haber sido como yo lo planteaba, por los signos que dejaban la posición de los cuerpos.
Ahora a la señora le hundían fuerte el pecho para que respirara, pero también veía que las caras de los paramédicos a pesar de que hacían lo humanamente posible para salvarla, cierta desesperanza. Los policías hicieron un cordón de seguridad amplio. La gente tomaba fotos de sus celulares, al lugar llegaron periodistas, fotógrafos, video aficionados, que no perdían a los cuerpos como objetivo. Ya eran las 2:05 e insistían en salvarla. El otro cuerpo seguía tirado en una posición que no creo poder describir.
Pensé mucho en mi familia, en mis hijos, en mi esposa, en mis amigos, que todos los días cruzamos hasta cinco veces esa misma calle. Uno de los funcionarios sacó una manta blanca para tapar el primero muerto. Llegaron las televisoras con los periodistas ansiosos por el reportaje. Una tragedia me digo. Una tragedia repito en mi cabeza y pienso en la familia de cada uno de los muertos, “su familia los deben estar esperando para almorzar” se me ocurre como si una voz interior me hiciera pensar en los hijos de la señora que debe tener como 40 años y en los nietos del señor que aparenta 70, a pesar de que su cara la borró el pavimento.
El juego con la muerte y la muerte sin vergüenza, me llega esa frase y la anoto, mientras voy al mostrador y le pregunto a la chica, que hace rato me sirvió el café con un florecita de espuma, qué piensa “una señora que es clienta de hace 8 años me dijo que era primera vez que veía eso en esta esquina, y yo que tengo 2 años y medio trabajando aquí, nunca había visto algo parecido”, lo soltó mientras miraba su celular.
Me angustia pensar quién lo hizo, y entonces veo en la escena del crimen la triple muerte, porque el chofer del camión que los mató hoy empieza su muerte lenta entre la justicia mexicana. Los paramédicos siguen e intentan salvarla, pero un dejo en sus rostros cerca de las 2:30 me indica que ya murió.
Llamé a mi esposa para saber si se enteró de lo ocurrido, y claro que sabía porque no había una persona en toda la cuadra que no supiera del suceso. Me fui al apartamento esquivando el cordón de seguridad, mi paso lento y preciso no llamó la atención de ningún policía así que llegué a lal edificio. Subí. Al entrar les di el abrazo más fuerte a mi mujer y a mi hija que no les había dado desde hace tiempo, sobre todo un abrazo desde la vulnerabilidad.
Me asomé por el pequeño balcón del apartamento y veía desde allí la triste calle, una impresión que te desasosiega cuando hay un vacío y un dolor al mismo tiempo, y que a pesar del sol, no nos deja en paz esa atmósfera gris que subyuga. Me percaté que había una mujer que estaba llorando y le iba contando a la policía lo que pasó porque ella venía en el camión: “el chofer iba muy rápido, desde que me subí iba rápido, nosotros sentimos que de pronto se oyó un golpe como un tope, pero el chofer dijo eso no es nada, no es nada, y siguió”. La señora se bajó con una crisis de nervios en la próxima esquina y más adelante detuvieron al chofer con el camión de la ruta 76. La policía iba haciendo su parte mientras la señora con lágrimas e indignada, narraba.
Miré de nuevo a los muertos a quienes ya les habían puesto una sábana por encima y pensé de nuevo “¿Quiénes los esperan para almorzar?” y se me arrugó el corazón mientras en mi mesa iban poniendo los cubiertos, “porque la vida sigue y tengo que ir trabajar” dijo mi esposa cuando yo tenía el estómago hecho trizas.
No es primera vez que sé que los choferes de los camiones atropellan a las personas, recuerdo que el otro día fue a un ciclista. Basta con montarse en el trasporte público y ver cómo entre ellos hacen competencias por subir más pasajeros, parece que con ese acto de estrés se cargaran con un adrenalina por querer conquistar el tiempo del otro y se les olvida que ellos trabajan con las mismas personas que atropellan, más aún sabiendo que las calles de Puebla no son autopistas.
A las 3:00 de la tarde llegó la furgoneta y subieron los cuerpos al vehículo. La policía y los demás organismo de seguridad firmaban papeles y se ponían de acuerdo para dar luz verde a que se los llevaran a la morgue, mientras otros funcionarios, lavaban la sangre que ya estaba pegada sobre el asfalto que chillaba de calor.
Una hora después, en una de las esquinas más transitadas del centro de ciudad de Puebla, los ciudadanos y los carros pasaban con normalidad, a pesar que más de una suela de zapatos y las llantas de los camiones trataban de borrar las huellas del infortunio de un hombre de una mujer y un chofer, que quizá, cuando salió a trabajar esta mañana no se percató que la velocidad era su propio enemigo.
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* Luis Manuel Pimentel. Escritor venezolano radicado en la ciudad de Puebla. Autor de la novela "Triángulos Alterados" , cuentos y crónicas inéditas.