miércoles, 11 de julio de 2018

Perdón por la tristeza (Cuento)


6 de julio de 2018


-Tiene que venir, tiene que venir, dijo arrastrando las palabras.

El hombre oscuro aspiró una pipa milenaria y acomodando su corbata, se miró, fingiendo descuido, en el vidrio opaco de la ventana de la decadente confitería, llena de hombres tomando cerveza, fumando, mirando cualquier partido, mirando como la pelota trazaba por el pasto el rencor de la semana, mirando a la hinchada gritar de alegría y furor seco tras cualquier jugada que ayudase a la confusión.


Con un gesto llamó a la mujer que atendía el lugar, que se acercó cansada y gorda y le sirvió otro café. Él contaba a escondidas las monedas que le quedaban y espiaba por enésima vez la ventana para ver aparecer a Diana Aguado. Con la sonrisa nerviosa, tragaba saliva a cada rato y no podía evitar ese latido inevitable que se ensañaba en los ojos. Como se había sacado los lentes para verse mas joven, todo parecía cubierto por un velo distante y transparente.

Tragó saliva con la boca seca otra vez, porque se dio cuenta, de que la mujer teñida de rubia lo miraba y se sintió expuesto en lo más profundo de su intimidad, la misma desnudez en el alma cuando se puso a llorar a gritos, la tarde en que Diana lo había dejado por un muchacho con auto y camisa de seda. Tan nervioso como cuando la había conocido en el ahora derrumbado club Los Campeones, en la kermesse que habían hecho para recaudar fondos para la operación de Robertito, aunque después se muriera igual. Justamente había sido en el funeral. Diana se había largado a llorar y la había abrazado tanto, tanto, que le rogó a Dios que nunca dejara de llorar para poder así abrazarla hasta la eternidad. Porque abrazar aquel cuerpo fino, lánguido y vivo era un homenaje a la vida, era mejor que cualquier otra cosa y había revuelto el ansia briosa de no querer ser, nunca más, sólo Pedro Salas.

Casi parte de una esquina pintoresca, un personaje para despuntar la melancolía grotesca pero necesaria del barrio artesanal, el hombre lustraba los zapatos, conversando riendo, asumiendo su papel con tal maestría, que nunca nadie hubiese sospechado que era totalmente consciente de su miseria.

Era una mañana ajetreada, de esas que desde allí abajo, desde el banquito, las piernas se multiplicaban y parecían hordas de insectos. Pedro podía clasificar (era en eso un experto) a las personas por sus formas de caminar, por el brillo o la calidad de los zapatos.

No fue cuando buscaba la pomada negra sino la marrón, cuando vio rodar hasta sus manos una billetera, tal vez por un empujón, por un descuido, nunca lo sabría, pero la convergencia de los universos había sucedido y Pedro Salas había acaparado la mirada de los dioses. Aún le brillaban los ojos, ante la mirada curiosa de un cliente, cuando el nombre en el documento extraviado le cortó la respiración: Diana Aguado, y la vida nunca más sería la misma.

Miró hacia arriba, buscándola con la mirada perpleja, pero nadie en la bandada era ella. Nadie como ella, y no quiso ver, o no quiso mirar, pero, con el documento en la mano, creyó poder burlar su suerte. Y se puso a temblar reconociendo que a su edad ese temblor era un privilegio inmerecido.

Había soñado diversas variaciones del futuro. Diana sería escritora y Pedro, siempre Pedro con la guitarra a cuestas, tocaría ante una audiencia rabiosa de admiración y nunca más volverían por la calle del desagüe, pateando las lunas de Septiembre, mascullando miseria.

Pedro Salas se levantó cargando sus instrumentos prolijamente porque sus dedos, alguna vez expertos, exigían prolijidad. La dirección era la misma, la casa junto al desagüe y a unos metros la fábrica que por sus efluvios tóxicos había traído tanto problemas a Carapachay .Se dio cuenta entonces, una vez allí, de que nada había cambiado.
Salas se quedó dudando, temblando ante la foto amarilla y desfavorable en el bolsillo, ante la casa vieja. Habían pasado cuarenta años, pero la conspiración de las hadas había desertado al conjuro y ella estaba viva, la bella y pequeña Diana con los pechos dulces y el cabello con olor a jazmines.

Pero no se atrevió. Lo retuvieron, la vergüenza o la tristeza de no ser lo que había prometido. Entonces se volvió por sobre las huellas del desagüe y prefirió llamar por teléfono, anunciarse y recrear la aventura de una cita.

El último año del colegio había sido de esos que daban que hablar. Todos hablaban de Pedro y Diana, juntos por todas partes, amándose descaradamente. Su silueta pequeña, ínfima y caliente había perdurado en su cuerpo y en el resto del corazón que, a veces, sólo a veces, se creía vivo.

Al día siguiente volvió un rato para adornar su esquina, donde muchos sacaban fotos y él se prestaba consciente a ser parte de un paisaje. Pero no aguantó más .Buscó el teléfono de Diana y lo encontró y si no hubiera temblado tanto, si no hubiera dudado tanto, hubiera sabido antes que su voz ya no era la misma de siempre, aunque bella y tan asombrada como el resto de corazón que le quedaba latiendo.

Se quedó por un rato llorando como un chico, enredado en el cable del teléfono con la promesa de verse al día siguiente, a las cinco de la tarde en una vieja confitería de Carapachay, cerca de la estación, con el olor de los jazmines que llegaba de los jardines y si hubiese estado menos triste y más atento, no hubiese llorado tanto . Pero era tal la emoción de pisotear el aburrimiento, de estaquear el viaje, que se apuró aquella tarde a las cinco para volver a ver a Diana Aguado, la que le escribía versos con rima consonante y le mostraba los pechos como duraznos suaves y agoreros.

Agachado para burlar las barreras, lo confundió el olor a jazmines, la manía del tren y el asombro por ese lugar húmedo y grisáceo que Diana había elegido para recrear la insoportable ilusión de saber que todavía las cosas podrían ser distintas y así burlar la apatía de los dioses.
Caminó evitando los reflejos, algún que otro espejo de algún auto, agitado y tibio de sonrisas.

Ya sentado en el café, su pensamiento era la letanía de los condenados.

-Tiene que venir. Tiene que venir, rezaba Pedro Salas y sin querer temblaba por la futura vergüenza de exponer su propia decadencia, el enfrentamiento con la despiadada realidad de haber sido joven hacía tanto tiempo.

La gorda teñida de rubio que no pronunciaba palabra y olía a naftalina dejó un segundo café y arrastrando los pies pesadamente fue en busca de un trapo para limpiar el azúcar que Pedro había derramado en la frenética espera.

Una vez más miró hacia afuera y al enfrentar su rostro desvalido en el vidrio sucio, al advertir el temblor de sus manos ásperas y manchadas de tanto estar con las tintas y las pomadas, sintió tanta vergüenza, que creyó que el mundo conspiraba en su contra y había caído en una trampa.

La melancolía y el azar le jugaron en contra y cuando sus dientes se volvieron aun más grotescos en el reflejo del vidrio, Salas se dio cuenta de que había sido un error, de que había caído en un cepo misterioso y que debía irse, correr, antes de que Diana lo descubriera así y se viera en la obligación de contarle que era un limpiabotas y que la única mujer que había querido después de ella tampoco estaba a su lado.

Se levantó aflojándose la corbata, llorando un poco, atolondrado por la amenaza de ver entrar a Diana por la puerta de aquel bar grande con hombres tomando cerveza y mujeres pintadas como muros, fumando con obstinación.

Le hizo un gesto a la mujer del bar, que lo miró fijamente, y, tirando unas monedas sin animarse a mirar a su alrededor, atisbó la puerta para corroborar desesperado que nadie estaba entrando.

A pesar de estar tan triste, se sintió aliviado. Con cuidada urgencia, tomó su sombrero y se dirigió hacia la salida, tratando de recuperar el ritmo de la respiración, tratando de calmar el movimiento absurdo de sus manos y en tanto lío, en tantas emociones contradictorias, tampoco pudo darse cuenta, con todo lo obtuso de la vejez, de que la vieja gorda y triste y tan pintada como la pared del bar, la que lo había atendido en silencio, entregada y cansina, se escabullía por detrás del mostrador, pidiéndole perdón a la vida por tanta tristeza.

Y con el mismo pudor de Pedro, desafiando la conspiración única del favor de los dioses malditos, se escondía con la misma vergüenza que el hombre fatal, con la misma desesperación por disfrazar su oscuridad , con el mismo llanto detrás de las gafas, cuando una voz indiferente desde alguna parte del bar la llamaba Diana y le pedía la cuenta.



Aurora Elena Olmedo Videla es originaria de Argentina, actualmente reside en Alicante, España. Aurora es profesora de inglés, Filología inglesa, especializada en Literatura e Instructora de Ceremonia y Protocolo.


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