“Nuestra vida transcurre defendiendo parcialidades
que nos reducen a la esclavitud”.
Abel Pérez Rojas.
Cuando defendemos fervientemente lo que creemos nos privamos de la posibilidad de ver que la posición que asumimos parte de una aprehensión parcial de la realidad; esto nos ocasiona conflictos en nuestras relaciones con los demás y nos priva de la posibilidad de vivir con mayor libertad. Desde el silencio podemos superarlo.
Parece obvio que nunca vamos a saber y conocer todo, ni tampoco a profundidad, pero lo que no es tan evidente es que eso mismo nos debería colocar en una condición permanente de apertura y cuestionamiento.
Quienes se percatan de ello y lo hacen una forma de vida, logran dar un gran paso en su proceso de formativo.
Darse cuenta de nuestras posturas recurrentes en los ámbitos emocionales, psicológicos y de cosmovisión, nos permite convivir mejor con quienes nos rodean e incorporar a nuestro ser cualidades altamente valuadas en los entornos cambiantes y en la escala clave que los expertos han identificado de las personas felices.
Pero, ¿cómo incorporar a nuestra forma de ser ese “chip” para superar la parcialidad?
Para responder dicha pregunta podríamos conformarnos con asumir una postura intelectual y psicológica de constante cuestionamiento. De poner en tela de juicio todo y objetar lo que inmediatamente damos por hecho.
Es decir, una disciplina que sólo se adquiere poniéndola en práctica, dando los primeros pasos y siguiéndolos con el paso del tiempo.
En mi experiencia hay una condición más profunda que deberíamos tener en cuenta.
No nos percatamos de la parcialidad de nuestra visión debido a que estamos sumergidos en el ajetreo diario, en el vaivén de la cotidianidad y agobiados por un sistema voraz que nos tiene atados a ansiedades, a limitaciones, a miedos y a condicionamientos de todo tipo.
La práctica del silencio y la meditación es una vía que nos permite aislarnos de todo ello y colocarnos en un estado que está más allá de la refriega habitual.
Colocarse en ese estado nos permite percatarnos que nuestro ego y los mecanismos sociales de manipulación nos llevan a defender lo indefendible, a ver que asumimos situaciones y condiciones propias de la esclavitud.
A eso se debe que lo obvio de que no podemos saber ni conocer todo a profundidad pasa frente a nosotros sin que lo hagamos nuestro.
La apertura y comprensión de nuestro estado y de la situación de nuestro entorno no puede sólo provenir del ámbito emocional, psicológico, histórico o socioeconómico; tenemos que ir más allá, tenemos que acudir a mayor profundidad.
Esa profundidad a la que me refiero se sintetiza muy bien en el cuento sufí El Elefante, en el que se dice que varias personas no se ponían de acuerdo cuando a oscuras tocaban un elefante, y cada uno lo describía de acuerdo a su experiencia, tomando en cuenta que no conocían los elefantes.
El autor del cuento remata la breve narración:
“Y así, cada uno de ellos se puso a describirlo a su manera.
“Es lástima que no hubieran tenido una vela para ponerse de acuerdo”.
La “vela” y la “luz de la vela” nos remontan a la alegoría de La Caverna de Platón y a los niveles de apropiación de la realidad y de conciencia.
Los niveles profundos de conciencia surgen del silencio, de la observación profunda –al menos así lo indican diversos estudios de todo tipo-, de aquel estado que está más allá del deseo de imponer y hacer valer nuestra particular forma de ver las cosas, y de los mecanismos de control que hacen funcionar el sistema en el que vivimos.
Vale la pena darse una oportunidad. Vale la pena vivirlo. ¿O no?