lunes, 11 de diciembre de 2017

Metafísica de la burocracia: la obsesión normativa de lo efímero

En el libro “Sociología de la oficina del poder: tipología de la dominación simbólica”, (Siruela, 2017) Max Weber realiza, entre otros, un acucioso —y a la vez lírico— análisis de la burocracia como fenómeno simbólico. Las siguientes notas de lectura son la paráfrasis de sus propuestas exegéticas.


 ¿Quién no la ha sufrido, quién no ha sido víctima de la burocracia? 
Esa patología del espíritu que transforma en un ser hostil a la otrora discreta y afable persona que nos auxiliaba o acompañaba en nuestras labores. La burocracia es un delirio de poder, es el consuelo de las pobres almas que en lo más íntimo de su fuero  se saben incapaces de tomar en sus manos su destino y, en complemento, solamente capaz de obedecer las órdenes de la otra pobre alma que se encuentra un escalón arriba. La burocracia es una atroz pirámide cuya cúspide está vacía. Forma de control de la vida de las personas, por parte del que delira imaginando que el mundo es una gran oficina. La burocracia es la apoteosis del formato, el reino del lugar común, el espacio de la vulgaridad erigida en metro, el claustro de la discrecionalidad y la carencia de respeto al conocimiento y al mérito. 

El mundo-oficina es la representación de la voluntad del burócrata. Su espontaneidad es reglamentaria y políticamente correcta. La sagrada escritura es el manual de organización y el organigrama  su liturgia. La soez omnipresencia del Estado es la burocracia. El oficinista asalariado, con plaza definitiva y en vías de merecida jubilación, es su hermeneuta autorizado. La burocracia es la organización paradójica cuya función es crear problemas y abandonarlos. La burocracia es una teoría y una práctica del poder caracterizadas por la irracionalidad y la ausencia de sentido. Burocratizar una estructura o una relación significa empobrecerla y despersonalizarla

La burocracia es un vano —ridículo— intento de suprimir el pensamiento metafísico, la incertidumbre teológica y la estética trágica de la vida humana. Los límites del reino de la burocracia los marca el reloj checador y la devoción a la justicia del Anábasis escalafonario. La burocracia es un mecanismo que tritura la individualidad.   Cristóbulo y Sócrates dialogan en “La Economía”, de Jenofonte. Dice el primero: “…el objeto de el buen Ecónomo es gobernar bien su propia casa”.  Y renglones  más adelante aclara que “casa” es todo que uno posee, es decir, el patrimonio; y este como se sabe, lo puede ser privado, o particular, y público, o institucional. Es en este contexto que el oficinista, esto es el burócrata, es el ecónomo que se encarga de administrar una casa institucional –que naturalmente es ajena— pletórica de bienes simbólicos (normas y reglamentos) y materiales (objetos, dinero, salarios, etcétera). Es la administración de lo efímero, transitorio y mendaz en detrimento de lo principal y fundamental que —por supuesto— ignora.  El ecónomo de lo ajeno ha olvidado —para siempre jamás— el día en que aprendió a orar, dulcemente enseñado por su madre.

martinez garcilazo.jpgRoberto Martínez Garcilazo