viernes, 10 de noviembre de 2017

Entrevista a Francisco Garzón Céspedes "siempre que haya vida habrá teatro"



–¿Cuál es su personal definición del teatro como arte? No de la escena
en general, sino del teatro en específico. Del teatro en tanto que representación,
espectáculo...


No había pensado antes en una definición. Pienso que el teatro como
representación, como espectáculo es una nueva realidad que se ofrece a unos
espectadores para lograr una estrecha y productiva relación entre el escenario
y la platea. Una que parte de un aquí y un ahora concretos y que vemos
desarrollarse ante nosotros, impulsándonos a relacionarnos con ella, ya como
simple disfrute o como posibilidad de reflexión, siempre imbuidos por una magia
que despliega la escena hacia nosotros. Magia que es bien diferente a la
del cine. Pues éste nos sumerge absolutamente en la historia y en los personajes
para que los asimilemos como verdad incuestionable; sin embargo la magia
del teatro es muy sui géneris: es el encanto en que nos transportamos ante
algo que nos cautiva, pero que, al mismo tiempo, no deja de alertarnos de que
estamos ante una representación. Por ejemplo, cuando la gran Alicia Alonso
personificaba a la adolescente aldeana Giselle contando más de sesenta años,
el teatro nos envolvía en la magia de aceptar plenamente aquella excepcional
transfiguración; sin embargo, por el realismo total que nutre al cine con su implacable
Primer Plano, sería absolutamente imposible experimentar ese estado
de magia. Ésa es una gran ventaja que posee el teatro. Pues ahora (pensando
en Voltaire que decía: “Definidme primero los términos que empleáis.”), me atrevería
a precisar una definición, no sin el temor de parecer intransigente: El teatro
es una recreación de la realidad que al realizarse ante nosotros nos permite influir
en ella a partir de nuestras reacciones; y, al mismo tiempo, como experien-
cia colectiva, nos brinda la posibilidad de establecer contacto con las impresiones
de los otros convocados, en medio de un estado de magia envolvente.



¿Por qué escribe dramaturgia?

Por una necesidad imperiosa de crear “egos imaginarios”, como llama
Milán Kundera a los personajes. Dar vida a otros seres humanos, transfigurarme
en ellos es una experiencia extraordinaria que me llena de múltiples existencias.
En mi trabajo dramatúrgico siempre he partido del personaje. Esta selección
convierte al escritor en un ser verdaderamente esquizoide, dividido y
multiplicado en diversas personalidades, por lo que es algo decididamente angustioso
y muy perturbador. Pero no hay alternativa. Imaginamos los personajes
y luego éstos nos poseen; entonces nos convertimos en ellos para después
sacarlos de nosotros en la medida en que los trasladamos a la página en blanco.
Su alumbramiento definitivo es el acontecimiento más importante que suele
sucedernos. Y como por lo general –salvo cuando escribimos monólogos– el
parto es múltiple, quedamos exhaustos. En realidad son más que hijos, pues
esos guardan zonas de vida a las que no hay acceso, mientras que los personajes
no pueden ocultarnos nada. El creador de estos seres, al convertirse en
una suerte de esponja que va absorbiendo de cada persona conocida rasgos
de carácter, expresiones, reacciones, problemas, termina por poseer su propio
y contundente arsenal, a manera de gran zoológico humano. Yo he creado tipos
y caracteres porque he escrito muchas farsas y algunos dramas, y en cada
caso la convivencia ha sido de manera distinta. Con los “tipos”, por impresiones,
tratando de aislar sus rasgos distintivos a partir de una premeditada 
voluntad de síntesis. En cambio, con los “caracteres” la posesión ha sido siempre
más larga y detenida, y el modelo real de inspiración lo ha conformado un
mosaico de diversas personas interesantes, hacinadas en mi archivo de referencias.
Claro que esas criaturas pueden surgir como ancianos, personas adultas
o adolescentes o niños, entonces concebirlos cuesta prácticamente el conocimiento
de todas sus vivencias anteriores e, incluso, las futuras. Una vez
que conocemos a nuestros personajes sucederá algo muy curioso y pirandelliano:
mientras más logramos controlarlos, más independientes se hacen y
hasta llegan a guiarnos y autodefenderse. ¡Enigmática paradoja! Resulta muy
divertido, por otra parte, saber que podemos conocer más de nuestros personajes
que lo que un ser humano lograría descubrir sobre sí mismo. Esto lo posibilita
otra paradoja de la creación, pues estando tan comprometidos con ellos,
al mismo tiempo ejercemos una distancia crítica para juzgarlos y para determinar
las causas de sus acciones y hasta los vericuetos de su subconsciente.
Pero lo cierto es que ellos también tienen sus ventajas: nada de la construcción
dramática les es ajeno, hasta el tono y el ritmo. ¿Acaso los personajes de comedia
no tienden a ser ridículos y de ahí el tono de irrisión del género? ¿No se
nutre lo trágico del tono grave de sus protagonistas? Y con el ritmo sucede algo
similar. Esos personajes pasivos o cerebrales, ¿no propician un ritmo muy especial?
¿Y de dónde proceden esos ritmos vertiginosos, sino de las provocaciones
de personajes violentos y dinámicos? De la contraposición de personajes
con ritmos internos diferentes he logrado efectos muy dramáticos. Para mí
los personajes son el centro irradiante, y no dudo en asumirlos, decididamente,
como la clave de mi creación.



¿Cuándo vio una representación teatral por primera vez? ¿Cuál?
¿Para adultos o para niñas y niños? ¿Por qué asistió? ¿Tuvo una relevancia
especial para usted?

A principios de 1956 mi madre me había matriculado en la Sección de
Teatro Infantil de la Academia Municipal de Artes Dramáticas en el Vedado.
Poco tiempo después ella me llevó a dos representaciones teatrales que dejaron
en mí una honda huella. Fueron por suerte, dada la significación que tuvieron
en mi vida, dos dramas para gente bien adulta. En la pequeña, pero muy
acogedora sala teatral del Palacio de Bellas Artes, el único niño en el público
era yo gracias a la valentía de mi madre. En ambas obras trabajaban dos estupendas
actrices españolas que fueron muy importantes para el teatro cubano.
Una de ellas la extraordinaria Adela Escartín, que centralizó la vida teatral cubana
durante dos décadas, llegada de Nueva York donde había sido alumna
preferida de la gran Estela Adler, y recientemente fallecida en Madrid. Ella actuaba
en una pieza cubana Un color para este miedo, y según recuerdo todo
el tiempo de la obra se la pasaba acostada en una cama desde la que hacía las
más insólitas maniobras. Un alarde único de movimiento justificado por la histeria
y la angustia del personaje, y por otro lado aquella voz magnífica con una
tan peculiar manera de decir lo dejaba a uno sin aliento. Yo me uní al final de la
representación a unos enfebrecidos aplausos que agradecían aquel derroche
de histrionismo. La otra actriz fue Ana Lasalle, también española y procedente
de Argentina; murió en Cuba, ya anciana. Gracias a ella amé por primera vez a
Doña Rosita la soltera. Su interpretación fue tan perfecta que todos estábamos
fascinados. ¡Y lucía tan bella y esplendorosa al inicio de la obra cuando
reclamaba su sombrilla…! La escena de las tres Manolas me arrebató. Recuerdo
que al final de la función corrí hacia el borde del escenario para aplaudir. La
actriz me miró, y con un alegre entusiasmo me dijo “¡Así, pequeño, así se
hace!” Yo tenía diez u once años y aquellas dos actrices y aquellas piezas bastaron
para que amara al teatro para siempre.



¿Cuál es la representación específicamente teatral (No escénica en
general, no de pantomima o danza o…) que más le ha fascinado? ¿Por
qué?

El estreno de mi obra La chacota en el teatro más popular de La Habana,
el Martí. Pues fue altamente reconfortante ver un teatro de más de ochocientas
lunetas repleto diariamente durante varios meses, y por la presencia en
el elenco de una actriz maravillosa, Margot de Armas, que hizo una creación
adorable de mi personaje central: Lolita. Además de una escenografía poderosamente
realista del patio central de una casa de vecindad; escenografía del
más importante de nuestros escenógrafos: Eduardo Arrocha. Esta puesta fue
para mí muy importante porque me permitió constatar que podía relacionarme
perfectamente con un público masivo y popular. La chacota fue el espectáculo
más taquillero de la década del setenta en Cuba.

Si tuviera que indicar siete puntos indispensables a los que debe
responder como arte una obra dramatúrgica, ¿cuáles señalaría?

Preferiría hablar de cinco puntos. Y explico por qué: Precisamente, desde
hace algún tiempo imparto un taller de análisis y creación que titulo Los
cinco sentidos de la Dramaturgia, donde puntualizo los que son para mí esos
cinco sentidos, como presencias fundamentales en la creación dramatúrgica.
En mi taller (que he impartido en diversas universidades por el mundo, el más
reciente ha sido en el pasado mes de julio en la Universidad Católica de Guayaquil,
Ecuador, y cada semestre lo desarrollo en el Instituto Superior de Arte
de Cuba, como Profesor Titular), preciso que esos cinco sentidos son: la Contraposición,
el Avance, el Ritmo, la Síntesis y la Duración. Paso a explicarlos.
Para mí el término Contraposición es muy abarcador y se refiere tanto a las
contradicciones, los conflictos, como a las pequeñas diferencias y las oposicio-
nes no conflictuales pero que alimentan lo dramático, es decir la acción. No
puede haber acción sin contraposiciones que ofrecen vida y movimiento. Esta
contraposición debiera estar presente en todos los componentes del drama,
desde la conformación de los personajes hasta las situaciones, los diálogos, las
atmósferas. El oficio me ha enseñado que sin elementos de contraposición no
hay drama, no hay sustancia. El sentido del Avance es el relacionado con la
Progresión, toda estructura dramatúrgica ha de progresar hacia un momento de
alta significación lo que se le ha dado en llamar Clímax. Si una historia, unos
personajes, unas situaciones, y demás, no avanzan o se profundizan, el interés
del espectador se detiene pues se deja de tener una relación productiva con la
historia. Los mayores enemigos del avance son la estaticidad y las reiteraciones.
El Ritmo juega un papel determinante en el tiempo, en el aumento o disminución
de la intensidad dramática y del interés del espectador; contraponer
ritmos es darle vida a nuestra historia, fluidez y personalidad. Hay que tener
conciencia y propiciar que en una obra dramatúrgica tiende a haber diversos
tipos de ritmos: el del personaje protagónico, el de los otros, el de las situaciones,
el del diálogo… También los diferentes estilos tienen en sí mismos diferentes
ritmos; también está el ritmo distintivo del creador que forma entonces parte
del estilo. Por ejemplo no es el mismo el ritmo general de un filme de Antonioni
que uno de Fellini. Una herramienta básica de la producción dramatúrgica es la
Síntesis; ella nos lleva a la brevedad, a la concentración, a despojar y despejar
la acción de todo aquello que no sea necesario. Pone a prueba nuestra capacidad
de distanciarnos críticamente de nuestro trabajo para someterlo al rigor de
la selección. La síntesis debe ser aplicada como recurso utilizable preferentemente
al término del trabajo para que no sea mutilante, sino esclarecedora. 
Llegamos así al que considero el quinto punto indispensable en una obra dramatúrgica:
La Duración. Su uso permite dominar la medida exacta en el desarrollo
de una acción, ni pasarnos ni quedarnos cortos. Yo la defino como el
tiempo necesario para desarrollar una acción. La duración nos remite a medida
y proporción. Se relaciona estrechamente con el ritmo y aunque no nace de él,
pienso que se desarrolla al menos en una forma rítmica. Sospecho que en esta
respuesta me he puesto algo académico; pero la pregunta un poco me llevaba
a eso.



¿Cómo describiría los pasos más presentes en su proceso creador
de una obra dramatúrgica? ¿Método de creación?

A pesar de que llevo cincuenta años escribiendo dramas confieso que no
he logrado hasta el presente tener un método de creación. Soy muy anárquico
para comenzar una escritura. Por lo general parto de algunas palabras de un
determinado personaje, tiendo a repetirlas durante varios días y de pronto, no
sé por qué misterio, empieza a aparecer la futura estructura. El acto de creación
es algo inexplicable; algo muy angustioso y vivificante al mismo tiempo,
pero es ante todo un acto de pasión; la razón no juega un papel guiador en una
primera etapa del trabajo; por eso no hago un “recurso del método”.



En cuanto a su trabajo dramatúrgico: ¿Privilegia la categoría
dramática o la humorística? Y de los géneros teatrales: ¿Cuál prefiere?
En los dos casos: ¿Por qué? ¿Cree que su obra se enmarca en un estilo o
en varios estilos determinados?

Como le dije anteriormente son los personajes con sus personalidades
los que me aportan tonos, estilos y géneros. Siempre he preferido los personajes
raros, insólitos con historias también impredecibles y en éste ámbito es casi
inevitable que se mezclen lo patético y lo irrisorio, lo grave y lo ridículo, lo cómico
y hasta lo trágico. Esta última y perturbadora combinación creo haberla
apresado en Confesión en el barrio chino, de 1984. En cuanto a los llamados
géneros dramáticos ya no los tomo en cuenta, pues cada vez más todo se
mezcla: un “todo vale” como señalara el querido dramaturgo argentino Osvaldo
Dragún con respecto a mis primeras piezas. Los géneros dramáticos puros se
encuentran solo en las obras que les dieron origen. Pretender seguirlos para
nuestra dramaturgia actual sería anacrónico y verdaderamente poco adecuado
para el espectador de hoy. Como me dejo llevar por los personajes y sus historias
nunca he poseído un estilo predominante o caracterizador. A veces un lector
no avisado puede considerar que algunas de mis piezas son de autores diferentes.
Y eso me complace.



¿Cuál es su postura frente a un director que desea dirigir una de
sus obras? ¿Espera que el texto que el texto de principio a fin, sus características
esenciales y sus intenciones más expresas sean respetados en
su totalidad?

Creo que desde Edwin Piscator para acá los autores estamos a expensas
de la voluntad del director de cambiar el original. Ya no existen los directores
a lo Stanislawski, que era capaz de ponerse totalmente al servicio de la
dramaturgia de un Chejov o un Gorki, y no por ello dejar de hacer puestas en 
escena personales y trascendentes. Muchos autores han preferido comenzar a
dirigir sus propias obras para evitarse esa tiranía inconformista del director.
Una gran mayoría de directores de teatro creo que parten a priori de una especie
de obligatoriedad de no estar plenamente conformes con el texto escogido
para entonces, a partir de él, canalizar sus preocupaciones temáticas o estéticas.
En algunos casos creo que estamos en presencia de dramaturgos frustrados.
Yo por ejemplo, como soy un dramaturgo realizado, he dirigido piezas de
autores contemporáneos sin alterar nada del original, pues sé valorar lo que
escojo. No tengo necesidad de hacer versiones para destacarme cono dramaturgo,
pues para eso, escribo mis propias obras. A mí me han agregado hasta
textos o me han cambiado escenas sin consultarme. Si son directores del mismo
país que uno esto es inaceptable y muy cercano a la insolencia; si son directores
de otros países, pues no puedes hacer nada, y sólo deseas que tengan
éxito y que por lo menos tu nombre esté en los créditos. A la primera
puesta en España de mi obra Las pericas, a finales de los sesenta, el director
le escribió un prólogo estilo brechtiano, donde las viejas locas explicaban sus
condicionantes sociales y económicas. ¡Un verdadero disparate, para una farsa
de humor negro!; pero era el fruto, mal digerido, de una moda brechtiana. Nunca
hicieron el menor esfuerzo en localizarme. Me enteré después de terminadas
las funciones, por cierto con mucho éxito. En mi propio país para la traslación
de una de mis obras al cine de la televisión el director cambió el título sin
mi autorización. Afortunadamente lo supe unos días antes de su premier y
conté con el auxilio de una tenaz abogada. Tuvieron que filmar nuevamente el
crédito con mi título: Una casa colonial. Hay una ley de Derecho de Autor que
te defiende frente a indisciplinas como éstas. Yo tiendo a ser celoso con mi tex-
to cuando se trata de un estreno mundial. Ahí sí prefiero que no se altere nada
de la pieza sin mi consentimiento; pues quiero que se dé a conocer por vez
primera tal y como la concebí. Una vez que hay otras puestas es inteligente ser
flexible. Lo que agradecería siempre, y rara vez sucede, es que se me consultara
sobre los cambios que se deseen hacer. Una relación armónica entre el
autor y el director es muy aconsejable y tranquilizadora para ambas partes. Bu-
ñuel decía: “el director y el guionista, he ahí el binomio” Para mí lo ideal sería
que la concepción estética del director coincidiera con la del autor.



¿Qué clase de crítica desearía recibir respecto a su creación dramatúrgica?
¿Considera que es la que usted en lo fundamental ejerce, en
público o con usted a solas, al valorar la obra de otro? ¿Qué le gustaría
expresar del público? ¿Qué le gustaría expresarle al público teatral? ¿Y a
los lectores de dramaturgia?

Siempre he disfrutado aplaudir el éxito ajeno cuando es merecido. Pues de
igual manera me complace recibir críticas favorables de periodistas que no estén
obligados a ello por amistad o condescendencia. Las críticas mal intencionadas de
los envidiosos no me alteran, pues siempre me siento muy por encima de esas
pequeñeces humanas. Escribió Agustín de Rojas Villandrando en su maravilloso
libro Viaje entretenido, refiriéndose al teatro, en una deliciosa cuarteta:

 “Contentar a tantos gustos
 y dar gusto a tanta gente
 que no hay trabajo en el mundo
 que pueda igualarse a este”.

La aceptación unánime de público y crítica es algo muy eventual. Yo tuve
la satisfacción de lograrla en 1981 con Una casa colonial. La crítica es el
ejercicio del criterio y no hay por qué desestimarla y mucho menos rechazarla.
Tiende a decirse que el público tiene la última palabra como para aminorar el
valor de la crítica especializada, sobre todo si es adversa. No estoy de acuerdo
con esa sentencia. Tanto la visión especializada y avispada de un especialista,
como la reacción y entrega no comprometida de un público abierto y desprejuiciado,
tienen idéntico valor y en muchas ocasiones pueden incluso complementarse.
Yo prefiero siempre un público inteligente, sagaz y bien expresivo. Tanto
para el público teatral como para el lector de teatro hay una primera y esencial
recomendación: que disfruten la obra.



Si tuviera que formular un reclamo para argumentar la necesidad
del teatro en la vida humana, ¿qué sería lo esencial que expresaría?

Me gustaría pensar que es un reclamo innecesario, porque, ¿quién
podría negar la necesidad del teatro para la vida humana, por siglos sustentada?
Siempre que haya vida habrá teatro, pues el teatro es eso, Vida.

Publicado originalmente en Saber Sin Fin el 14 de abril de 2016