sábado, 25 de noviembre de 2017

El suelo que pisamos



-La Historia Jamás Contada -

Algo jamás mencionado en los folletos turísticos, a pesar de su importancia decisiva en el placer de caminar por la ciudad, es la calidad de sus suelos. Comprensible hasta cierto punto por quedar fuera del campo visual de los viajeros que llegan predispuestos a asombrarse y, a menos que encuentren obstáculos inesperados en su recorrido, no bajarán la vista para cerciorarse dónde pisan.

Muy diferente prioridad sensorial tenemos quienes hacemos turismo descalzo –literalmente, no como metáfora-, pues lo primero que atendemos es el piso. No sólo nos fijamos por o hacia dónde, sino sobre qué caminamos: cuestión de elemental SEGURIDAD. Pero además de la vista, continuamente recibimos y procesamos información vital del tacto, a través de las plantas y la piel de los pies e internamente de sus músculos, ligamentos y articulaciones, todo un mundo de sensaciones adicionales que realzan –enhance- nuestra percepción del entorno, extendiendo y afinando el concepto de “urbanismo”.

Desde esta enriquecida perspectiva visotáctil, el suelo citadino –en cuanto vía pública- presenta grandes diferencias de un sitio a otro. Los peatones –quienes andan a pie, descalzo o no- tienen como espacio asignado las aceras, por las que transitan la mayor parte del tiempo y cuyo material de norma ha sido por décadas el cemento, proporcionando una superficie dura y pareja con un acabado ligeramente rugoso para hacerla antiderrapante. Funciona bien seco y mojado, a condición de no presentar hundimientos, fracturas o, aún peor, segmentos sobresalientes de tornillos, varillas o tubos, peligrosos hasta para quienes llevan calzado.

Pero siempre están los que se salen de la norma, usualmente para mal, colocando empedrados, algunos hasta punzantes -¡sí!- o superficies sumamente lisas y resbaladizas que, incluso en fajas angostas, representan un riesgo para los viandantes, sobre todo cuando llueve. (Mención aparte merecen las lajas picadas o estriadas con que “urbanistas” (¿?) nostálgicos de la Colonia, tapizaron el Centro (Pre)Histórico y barrios aledaños, resultando una tortura aún para barefooters veteranos. Eso y las calles empedradas, que no sólo lastiman las plantas, sino pueden provocar lesiones de articulaciones y caídas.)

Otro factor nunca considerado por planificadores y desarrolladores urbanos son las sombras, que deciden si un largo paseo –hike- descalzo será una delicia o, por el contrario, una dolorosa penitencia, como al tener que permanecer inmóvil sobre el suelo ardiente mientras pasan Sus Majestades los vehículos. Tampoco la necesidad de zonas húmedas donde refrescarse los pies. O como disponer de la basura: gravilla, grapas, vidrios rotos –algunos dolosamente, como botellas destrozadas por juerguistas envalentonados-…, entre tantas otras “pequeñas” –pero de tamaño- amenazas.

Concluyendo: La comodidad, seguridad y -¿por qué no?- hasta placer de los pies, debería ser una de las especificaciones técnicas básicas de la Ciudad –por esencia artificial y reconstruible- para beneficio no sólo de la conspicua minoría que amamos –en el pasado y ahora- caminar descalzos por ella, sino de sus habitantes en general y también de posibles visitantes, que tendrían un motivo más para venir aquí al saberla transformada materialmente en una BAREFOOT FRIENDLY CITY.

(Publicado originalmente en Sabersinfin el 24 de abril de 2015)


Fernando Acosta Reyes (@ferstarey) es fundador de la Sociedad Investigadora de lo Extraño (SIDLE), músico profesional y estudioso de los comportamientos sociales.

Imagen: www.bumfuzzle.com