27 de agosto de 2019
Como soldaditos de plomo
formados uno tras otro,
hasta sumar doscientos o quinientos,
así,
sin exagerar,
tengo preparados mis argumentos
de por qué
prefiero unas horas apacibles
frente a mi ordenador
en lugar de una mesa vip
de cualquier restaurante de moda
de la Zona Rosa o Dorada;
sí, lo sé,
que si yo tengo
mis batallones de porqués,
tú tienes tus cañones perfilados
para echar abajo mi preferencia.
Sé que me calificarás de grafomaniaco,
de aprendiz compulsivo de escritor,
de obsesivo depresivo,
y de todo lo que se te ocurre
cuando estás furibunda.
Lo que no sabes
es que detrás
de la infantería
tengo montados
tres sketchs
copiados a Marcel Marceau,
dos homilías pueblerinas,
cinco alocuciones tipo Demóstenes,
seis discursos como los de Nelson Mandela
y una amonestación de árbitro de balompié.
Todo eso sólo para defender,
rebatir,
objetar,
replicar
impugnar
o argüir
mi decisión de preferir
horas escribiendo en un ordenador
a una tarde en un restaurante
de esos que están de moda
y que son la delicia de las revistas rosa,
pero te dejan poca vida, mucho ego
y menos dinero.
