19 de agosto de 2018
El ambiente era asfixiante, el calor había devorado el aire.
La noche anterior me había ido de parranda, desperté al medio día al sentir que el sol quemaba mi rostro, estaba a la orilla de un río, algo había pasado. Con un terrible dolor de cabeza subí la colina para encontrar las calles empedradas del pueblo donde me hospedaba. Después de dormir plácidamente por largas horas, salí en la noche a despabilarme, necesitaba saciar mi sed y escapar de esta cruda infernal.
Deambulé sin rumbo buscando a mis amigos y arribé a un barrio donde el barullo era atroz; los sonidos se difuminaban con las voces de la muchedumbre. Permeaba en el entorno un viento fétido que aceleraba mi sudoración al grado de parecer un témpano derritiéndose en medio del fuego de aquella hoguera descomunal.
Reinaba un ambiente desenfrenado; alrededor de las brasas había comida y botellas de alcohol tiradas por todos lados. Mientras se embriagaban, algunos parecían cantar, otros tantos bailaban arrítmicamente y las parejas exhibían sus cuerpos desnudos sin pudor.
Más adelante me llamó la atención, un herrero que golpeaba fuertemente un metal para darle forma a un tridente, lo cual me pareció raro. En esta época quién hace una de estas cosas.
Mientras observaba; alguien me gritó: bienvenido. Su expresión me causó extrañeza y dije: ¡Estoy extraviado! ¿me puedes ayudar?, aquí nadie se pierde ¡pendejo! Y rió a carcajadas. Acá sólo estamos los indicados. Se acercó, oprimió su cuerpo contra el mío; estaba tan caliente que empezó a quemar mi pecho; luego el estómago, hasta aplastarme las entrañas, y sacar de mi boca un halo de azufre.
En ese instante, vislumbré claramente el accidente en la barranca. No había retorno, comprendí el ruido, el ardor, no era necesario saber dónde ir… ya había llegado.
Imagen: Internet.